confesionObra Cultural

El gran escritor italiano Giovanni Barra, nos cuenta esta anécdota escalofriante y emocionante sucedida en el Oeste americano: «Las ruedas del coche de correos que hacía el servicio entre el fuerte McKinners y el fuerte Reno se hundían en la nieve. Iban cinco pasajeros: tres hombres y dos mujeres; una de ellas era una religiosa de la caridad, que se mantenía arrinconada y silenciosa en un ángulo del coche. El frío era terrible: al menos de veinticinco grados bajo cero. Ninguno hablaba. Sólo se oía el crujido de las ruedas y la voz del conductor que incitaba a los caballos en su fatigosa carrera. Los otros pasajeros eran cazadores de pieles. Uno de ellos a­traía la atención por su aspecto: una especie de gigante que tocaba con la cabeza el techo del coche.

En un cierto momento uno de los viajeros sacó la pipa, la cargó con cuidado y estaba para encenderla cuando una manaza, con gesto decidido, se la quitó de la mano. –No fuméis, señor -dijo el coloso volviendo a poner la pipa en las manos del fumador-. Fumaréis después. Y, con un dedo en los labios, señaló a la religiosa.

En el fuerte Foster, la religiosa se bajó.

-Ahora, ya podéis fumar. Dijo el coloso al fumador. Éste no se hizo rogar, tomó la pipa y la encendió. El coloso era el famoso bandido Old Tex.

-¿Por qué ha prohibido a ese extranjero que fume la pipa?

-Por aquella religiosa -respondió-. Si hubiera sido una mujer cual quiera, no habría dado importancia, pero era una religiosa, una religiosa de la caridad. Y precisamente a una religiosa de la caridad es a quien debo la vida y, más que la vida, el cambio de vida. La cosa -prosiguió Old Tex- se remonta a hace unos treinta anos. Entonces no me llamaba así. No era un joven malo, pero sabía hacer uso fácilmente de mi pistola. Un día maté a un hombre que había arruinado a mi familia. Se llamaba José Fernández y era viudo con una hija ya mayor. Me dediqué al bandolerismo. Para evitar el ser arrestado llamé una vez a la puerta de una casa, sin saber lo que era, y me encontré con Una religiosa de la caridad que primero se sobresaltó, pero después me sonrió. Me parecía conocerla, pero no tenía tiempo de pensarlo.

-¿Podría usted esconderme? Si puede y quiere hacerlo, hágalo in mediatamente; en caso contrario, saldré e iré al encuentro de ellos.

-Venga -y echó a andar delante de mí por el corredor-. Está usted en una leprosería: los que le persiguen no tendrán valor para entrar aquí. Pero si llegasen a entrar, encamínese derecho a aquella sala -y señaló hacia el fondo de la galería-. Allí se encuentran los enfermos graves… Tire de la puerta después de entrar y se cerrará automáticamente.

Pocos momentos después llegaban los agentes de la policía. La religiosa salió a abrirles.

-¿Hay aquí alguno escondido? Buscamos a un bandido y debe haber entrado aquí. Si nos lo permite, quisiéramos visitar las habitaciones.

-Hagan como quieran -respondió la religiosa-. Supongo no tendrán miedo a la lepra.

-¿A la lepra? -preguntó contrariado uno de los agentes. Se quedó un momento pensativo, luego prosiguió:

-Yo debo cumplir mi deber, ¿quiere ir delante de nosotros, Hermana? -E, inspeccionaba bien los diversos locales.

-Aquí-fue diciendo la religiosa- otros enfermos, otros, dolores. Por aquel lado de allá se sale a un corredor que lleva a la sala de los más graves; pero la puerta está cerrada. Si quiere esperar un momento, voy a buscar la llave.

-No, gracias, Hermana, no se moleste. Ya he visto bastante… vámonos, por favor, ya no puedo más. No sé cómo pueden resistir ustedes entre estos cadáveres ambulantes.

Las voces se fueron perdiendo a lo lejos. Yo, Old Tex, estaba a salvo.

Permanecí tres días escondido. Un anciano sacerdote, un misionero, me habló detenidamente.

Finalmente, una noche, cuando podía considerarse desaparecido todo peligro, decidí marcharme. El misionero estaba dispuesto para acompañarme en una parte del trayecto. No pude partir sin despedirme de la religiosa y darle las gracias:

-Sí, sin usted yo habría muerto. Y además ha hecho un bien inmenso a mi alma… Hube de callarme, porque vi dos lágrimas en las mejillas de la joven religiosa.

-¿Llora? -pregunté con dolor-o ¿Acaso le he dado algún disgusto sin querer? La religiosa por señas contestó negativamente; después, en voz baja y conmovida, me dijo:

-Señor Tex, si he podido hacer algo por usted, lo he hecho sencillamente para obedecer al precepto de Cristo. Pero tengo que hacerle una súplica.

-Hágala, sea lo que sea…

-Pues bien, señor Tex, no levante nunca más la mano contra su prójimo. Quizá no sabe, no puede saber lo que es el luto y el llanto de quien ha perdido a su ser más querido… Caí de rodillas, prometí… Y en aquel instante se iluminaron mis ojos. Aquella joven mujer que me había salvado de la cárcel y que pasaba su vida entre los leprosos…, sí, era ella la hija de José Fernández, la hija de aquel a quien yo había matado.

El anciano Old Tex calló. Luego, con voz conmovida añadió:

-¿Acaso no tengo motivos para defender, siempre y en todas partes, a las que visten el hábito del sacrificio?

-¿Vive aún aquella religiosa?

Oid Tex sacudió la cabeza.

-Murió dos años después. Pero aquí dentro -y se golpeó el pecho vive y vivirá siempre.

Este hecho extraordinario nos señala el deber cristiano del perdón de las injurias. El cristiano no puede guardar rencor por las ofensas recibidas. Esto no significa que ante las injusticias deba cruzarse de bazos. Es perfectamente lícito, por medios honestos, defender y reivindicar los legítimos derechos. Así como es obligación grave de la autoridad reprimir, castigar e impedir los delitos. Todo esto, sin odio.

Indudablemente, para el cristiano, lo más perfecto es devolver bien por mal, olvidar los agravios, aunque, no deba convertirse en una facilidad para incrementar la reiteración de faltas, atropellos y abusos. Por grave que sea la ofensa recibida, mirando a Cristo crucificado, aunque tengamos motivos de salvar lo que obligatoriamente nos ha sido confiado o nos pertenece, no podemos mantener mala voluntad contra el delincuente. A lo menos siempre debe llegar a nuestros enemigos, nuestra oración. De otra manera, no podríamos rezar el Padrenuestro: -perdónanos nuestras culpas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». En esto consiste la reconciliación. No en entregarnos a los enemigos de Dios y alas ideologías perversas.

«SEÑOR: TÚ DIJISTE MUCHAS VECES QUE HAY INFIERNO. TÚ DIJISTE: HE AHÍ A TU MADRE. TÚ NO MIENTES», dice un canto popular. Dios no nos engaña. Y nos ha dado a María por Madre. ¿Qué menos que, cada mañana y cada noche, saludar a la Madre con las TRES AVEMARÍAS, rezadas con el corazón, entero?