guerra camposAteísmo-Hoy
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978

  1. d) Autojustificación y ceguera culpable. Cuando faltan las purificaciones exigidas por el amor a la Verdad, es de temer que nos volvamos ciegos y duros de corazón. Es uno de los temas máximos de la Sagrada Escritura y de la Predicación del Señor y los Apóstoles. Evoquemos el caso de los judíos contemporáneos de Jesús. Entonces pueden resultar inútiles los signos más brillantes, los milagros. Según la parábola del «Epulón», cuando el condenado al lugar de tormento oye que no puede esperar que Lázaro le lleve el menor alivio, pide a Abraham que al menos mande aviso a sus parientes, que viven como vivía él, para que abran los ojos a tiempo. Abraham responde: «Ya tienen a Moisés y a los Profetas» (ya estamos avisados por suficientes manifestaciones del Señor: Moisés, los Profetas, el Evangelio, la predicación de la Iglesia, los ejemplos de los Santos, las inspiraciones intenores). El condenado insiste; quiere un milagro especial, a la medida: SI se les aparece un muerto, entonces creerán». No, replica Abraham: Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite un muerto tampoco creerán (105).

En tiempo reciente se ha publicado una confirmación muy expresiva de la parábola. El famoso médico escritor Alexis Carrel cuenta su viaje a Lourdes, a comienzos del siglo actual. La mentalidad positivista le tenía cerrado al Espíritu y a los valores religiosos. El simple ir a Lourdes suponía arrostrar un ambiente hostil, del que participaban sus colegas de Facultad; se tenía por indigno de un hombre culto. Carrel, a pesar de todo, estimó que si la Ciencia es positiva (apoyada en experiencias y comprobaciones), lo adecuado era verificar qué fenómenos eran aquellos de Lourdes, de los que tanto se hablaba. Pero se encaminó a Lourdes lleno de prevenciones: él no se dejaría impresionar como los devotos ingenuos. Tuvo la oportunidad, en el tren de enfermos, de que se le llamara a atender un caso de gravedad extrema: era justamente el caso idóneo para obtener la prueba convincente, conforme a las condiciones científicas, que un sabio positivista juzgaba necesarias. Porque otras curaciones podrían explicarse por tal o tal reacción psicológica, o ser apariencias transitorias, fruto de un contagio colectivo, es decir, fenómenos más o menos misteriosos, pero naturales. Para creer en una actuación de lo sobrenatural en Lourdes, tendría que darse una enfermedad de determinadas características, y en determinadas condiciones de observación, hecha por experto, antes y después de la «curación». Pues aquí tenía el caso. Estaba seguro de que este enfermo no se iba a curar. No lo perdería de vista. Lo siguió paso a paso hasta que fue introducido en la piscina. Al salir, allí tenía ante sus ojos la curación increíble: él mismo la comprobó. ¡Sin embargo, no se produjo la iluminación fulminante, que cabría esperar! El mismo Carrel atestigua que pasaron decenios antes de llegar plenamente a la fe (106). (Años no inútiles, ciertamente, porque mientras tanto el positivista cerrado se entreabrió al mundo espiritual y a los valores de la oración, como se ve en su divulgadísima obra El hombre, ese desconocido, traducida al español con el título La incógnita del hombre.)

Una nota característica de la ceguera culpable es la falsa seguridad, la insistencia en autojustificarse. Cuando Jesús curó al ciego de nacimiento» se produjo un momento culminante en los diálogos entre Jesús y los fariseos. Jesús que siempre les echaba en cara su presunción religiosa * y su falta de docilidad religiosa. Los fariseos, retadores, le preguntan: «¿Acaso nosotros somos ciegos?» Respuesta para meditar: Si fueseis ciegos, no tendríais pecado. Pero decís: Nosotros vemos. Y vuestro pecado permanece (107).

Es innegable la responsabilidad del que se ciega a sí mismo. Es verdad que, cuando se trata de una persona concreta, no se puede trazar con ligereza la divisoria entre lo que es «ignorancia» o desorientación inculpable y lo que es «ceguera voluntaria». Lo importante es que todos consideremos, con limpia mirada interior, las posibilidades de iluminación y de ceguera que nos afectan. En todo caso, no sería prudente olvidar que el Señor y los Apóstoles no se muestran benévolos para los incrédulos que intentan justificarse. Por tanto, el respeto y el amor mutuo exigen -contra lo que a veces se practica-no favorecer la propensión que tenemos a excusarnos de modo fácil. La Iglesia invita a los ateos a que consideren el Evangelio con el corazón abierto (108), sin prejuicios. Sería consolidar en su desidia o en su ceguera voluntaria a un no creyente el inducirle a pensar que, después de todo, los únicos o los principales responsables son los creyentes, por sus imperfecciones. Aunque en un caso dado el creyente tuviera de qué acusarse, la trasferencia de responsabilidad del no creyente es deformadora, es falsa: con una confrontación horizontal estorba la íntima relación de cada uno con su conciencia, con Dios.

El famoso sacerdote obrero francés, Jacques Loew, predicador de los Ejercicios espirituales a la Casa Pontificia en el año 1970, en un libro de finísima espiritualidad dedicado al apostolado de los católicos (y titulado, con una bellísima expresión tomada de la Carta a los Hebreos, «Como si viese al Invisible») escribió: «Enviar al infierno a todos los no católicos es falso teológicamente… ; pero enviar al infierno a los católicos de hoy y reservar el paraíso a los no creyentes es ridículo» (109). Seamos honestos. Tratándose de la intimidad de las conciencias y de las personas, la demagogia no tiene ningún sentido valioso, suponiendo que lo tenga alguna vez en otros campos.

  1. No hay «buena fe» sin búsqueda de Dios.

De todo lo dicho se desprende que no vale desorbitar tanto la «buena fe» del no creyente o la suficiencia de su religiosidad «implícita» o de su bondad en las relaciones humanas, que se postergue la búsqueda de Dios y la oración. He aquí un texto cincelado de Pascal:

«No hay más que dos clases de personas a las que se pueda llamar razonables: o aquellos que sirven a Dios con todo su corazón porque lo conocen, o aquellos que buscan a Dios con todo su corazón, porque no lo conocen» (110).

El problema de la culpabilidad en el hombre sin fe o en el hombre que pierde la fe es un problema difícil (véanse los comentarios a la Constitución Dogmática sobre la Fe, del Concilio Vaticano Primero). Pero hay un punto claro: no se puede justificar en principio, no carece de culpa la falta o la pérdida de «apertura» hacia la fe (la disponibilidad, el deseo, la búsqueda, la «tensión indicativa» de que hemos hablado antes). Esto, en el no creyente. Y en el creyente, que ha ‘perdido» la fe, no se justifica cerrar del todo la «apertura» hacia la Revelación, la cual podrá quedar oscurecida, mas no cesar en su presencia incitante. En un hombre que sea digno de su propia conciencia y de la vocación de Dios la fe, por mucho que se «pierda», permanecerá al menos en forma germinal, como tanteo orante, como proximidad al aparente «vacío» en que antes se había asomado el Señor. Los discípulos de Emaús comentaban con el desconocido la ausencia del Señor, ¡y era el Señor quien iba con ellos!

En cualquier caso -en las horas de duda, desconcierto y desbandada- sólo vale la actitud de Pedro, que nos transmite el Evangelio, la de asirse al Señor como única esperanza, la de no desviarse del camino aunque sea fatigoso y tarde en aparecer la meta deseada: «Señor -si te dejamos-, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (111). Y siempre, la petición del ciego. «¿Qué quieres que te haga? El ciego le respondió: Señor, que vea» (112).

***

y a que los Jóvenes de Acción Católica han tenido a bien organizar estas lecciones, quiero terminar sencillamente recitando unas palabras, a las que ya he aludido, contenidas en el Mensaje que el Concilio Vaticano II dirigió en 1962 a todos los jóvenes del mundo, y que sin duda valen para todas las edades:

«La Iglesia confía en que… frente al ateísmo, fenómeno de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno» (113).

Notas

(105) Lc 16, 19-31.

«Aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos no creían en El» (Jn. 12, 37).

San Pablo escribe: «Si nuestro evangelio queda encubierto es para los que van a la perdición, para los incrédulos, cuyas inteligencias cegó el dios de este siglo, para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo (…) Dios… es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones» (2 a Coro 4, 3-5.6).

Pensamiento cortante de Pascal: «Les miracles ne servent pas a convertIr, mais a condamner» (Pensées, n. 729 dela Ed. Lafuma).

(106) Alexis CARREL, Le Voyage de Lourdes, Plon, Paris, 1949 (hay edición española). El mismo Carrel fue testigo y observador de la curación de la peritonitis tuberculosa de Marie Bailly, a la que siguió durante el viaje con interés crítico.

Sobre milagros pueden verse también: J. Mir y Noguera, El Milagro, Madrid, 1895. Artículo Miracle, de J de Tonquédec y A. Michel, en el Dict. Apolog. de la Poi Catholique, de D’ALEs; y arto Guérisons miraculeuses, de Van der Elst, ibídem. P. Urbano, El Milagro, Madrid, 1928 (2.a ed.) H. Bon y Fr. Leuret, Las curaciones milagrosas modernas, ed. esp. Fax, Madrid, 1953. V. Marcozzi, Il miracolo, en la obra Problemi e orientamenti di Teologia Dogmatica, Marzorati, Milano, vol. I (1957), págs. 105-142. De Brogue, El milagro, ¿es prueba de fe?, núm. 9 de la «Enciclopedia del católico en el siglo XX», ed. esp. Casal i Vall, Andorra, 1958. J. M. Riaza, Azar, ley, milagro, BAC Normal núm. 236, Madrid. Ver adelante Nota final.

Sobre las disposiciones interiores necesarias para aprovechar las señales milagrosas: P. Rousselot, Les yeux de la foi, en Recherches de sciences religieuses 1 (1910), pp. 241-259, 444-475. J. Huby, Miracle et lumie.re de grace, ibídem 8 (1918) 36-77; La Conversion, Paris, 1919. R. Garrigou-LAGRANGE, La grâce de la foi et le miracle, en la Revue Thomiste 23 (1918), 289-320, y 24 (1919), 193-213.

(107) Jn. 9, 41.

(108) GS 21.

(109) «Envoyer en enfer tous les non-catholiques est faux théologiquement…, mais envoyer en enfer les catholiques d’aujourd’hui et réserver le paradis aux non-croyants est tout aussi ridicule» (Jacques LOEW, Comme s’il voyait l’invisible, Les Éditions du Cerf, París, 1965, pág. 104).

(110) «Il n’y a que deux sortes de personnes qu’on puisse appeler raisonnables: ou cæux qui servent Dieu de tout leur parce qu’ils le connaissent, ou ceux qui le cherehent de tout leur cæur paree qu’ils ne le connaissent pas» (Pascal, Pensées, n. 11 de la Ed. Lafuma).

(111) Jn. 6, 67-68.

(112) Mc. 10, 51.

(113) Documentos del Vaticano II, ed. BAC de bolsillo, Madrid, 1967, pág. 628. Nota final: adelante, página 171.