Ateísmo-Hoy
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Fe Católica-Ediciones, Madrid, 1978
IV
Después de resumir la posición de la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II, expuesta ayer -respecto a las personas de los ateos, al ateísmo, a la acción testimonial y doctrinal de la misma Iglesia, a la responsabilidad de los creyentes y a la responsabilidad de los mismos ateos en orden al aprovechamiento de las manifestaciones de Dio- Mons. Guerra Campos desarrolló concretamente este último punto.
El problema del ateísmo nunca se planteará bien si se restringe al plano de las confrontaciones sociales y las polémicas interhumanas, y no penetra en la intimidad intransferible de la responsabilidad de cada uno ante Dios. Un problema religioso exige un planteamiento religioso. Es antihumano cerrar la apertura que apunta hacia Dios desde lo más entrañable del hombre mismo, o dispensarse de buscar.
El que no se empeñe en cerrar los oídos a las preguntas fundamentales que suenan dentro de sí mismo, no dejará de dirigir su atención a las señales o indicios de Dios que se le manifiestan en todas partes: Los signos en el origen y en la finalidad del proceso cósmico y biológico. Pero sobre todo, el hombre es el signo más inmediato e inesquivable de Dios. El misterio de Dios es enteramente correlativo al misterio del hombre. Las afirmaciones y las negaciones sobre ambos no se pueden disociar. «Todo hombre -recuerda el Concilio Vaticano-resulta para sí mismo un problema no resuelto…; a este problema sólo Dios da respuesta plena». Si afirmamos al hombre como persona (es decir, con una dignidad por encima de las cosas, como sujeto de derechos inalienables, como centro y fin, y no simple medio o fugaz eslabón de una especie), estamos ya afirmando lógicamente a Dios. Porque, dada la evidente relatividad y caducidad del hombre, sólo puede afirmarse como persona si se entronca a una realidad suprema de orden personal; de lo contrario, quedará fatalmente sub-sumido en las fuerzas impersonales de la Naturaleza. Por eso, la tensión dramática que angustia a muchos hombres ante el enigma de conciliar lo que hay en ellos mismos de azar-necesidad y de libertad personal, debería ser en todo caso una tensión indicativa, orientada hacia Dios. La autoestimación como persona equivale a hablar de Dios. El que niega a Dios debería negar la «dignidad» propia y el orden moral; como la certeza de esta dignidad moral es algo inmediato, bien está que se mantenga a toda costa: pero entonces es obligado en conciencia seguir esa flecha que nos eleva hasta Dios.
La fuerza indicadora de la autoestimación humana es más imperiosa todavía en aquellos seguidores de humanismos ateos «divinizados», en los que la exclusión de lo religioso es necesariamente correlativa a la afirmación de que .la sociedad futura realizará en plenitud todos los valores que ahora se proyectan en la Religión. Es tan evidente ya que ningún programa humano es capaz de suprimir radicalmente las alienaciones; es tan evidente que no será capaz de satisfacer de verdad todas las aspiraciones del corazón humano, que es ineludible admitir que las aspiraciones que trascienden el marco económico-social, lejos de ser «alienaciones», son el más hondo constitutivo del hombre, y confirman la inmortal expresión de San Agustín: «nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Si algo está claro es que esos humanismos totalitarios nos quieren imponer ahora la alienación de nuestra condición espiritual en aras de un futuro hipotético, en el que nosotros -todas las generaciones precedentes de la historia- no podremos participar.
La Revelación cristiana -el hecho vivo de Jesucristo Resucitado-nos garantiza precisamente que cada persona puede ser más que eslabón; es un centro de comunión con todas las demás: aspira a realizar en sí misma lo que los humanismos ilusorios se contentan con atribuir a una fase futura, también transitoria, del proceso humano. Sólo desde Dios es pensable una coparticipación real de todos los hombres en la perfección final de la historia.
Por último, analizó el problema de la Oscuridad y las Dificultades que envuelven las manifestaciones de Dios, y que tantas veces sirven de excusa para desentenderse o para interrumpir la búsqueda. Señaló cómo todas las manifestaciones valiosas para nuestra vida son claroscuras, y por tanto requieren, para percibir de verdad la luz, que haya interés y amor a la verdad entrevista, como condición para llegar en su caso a desvelar más abiertamente esa verdad. Esto importa una serie de actitudes de voluntad, de psicología real cotidiana. El conferenciante pormenorizó los caracteres peculiares que esas actitudes presentan cuando se trata de abrir los ojos a las manifestaciones de Dios. Si se descuidan, es normal que se desperdicie la luz incipiente, que tantas veces se nos muestra, y se termine en un estado de ceguera culpable, que hace inútiles las demostraciones más brillantes y milagrosas y se enquista en la falsa seguridad y en la presuntuosa autojustificación. Citó el conferenciante las impresionantes palabras de Jesucristo en relación con la luz y la ceguera voluntaria.
Con textos del Nuevo Testamento y de otros autores indicó que nunca será razonable encerrarse en uno mismo, tanto si se hace con orgullo ciego como con renuncia entristecida. Incluso en situaciones de desorientación y de duda, habrá que mantener la tensión de la búsqueda y pedir luz a quien la puede dar. Terminó repitiendo una expresión del Mensaje que el Concilio Vaticano dirigió hace años a los Jóvenes del mundo entero: «La Iglesia confía en que frente al Ateísmo, fenómeno de cansancio y de vejez, sabréis afirmar vuestra fe en la vida y en lo que da sentido a la vida: la certeza de la existencia de un Dios justo y bueno».