P.albacenaRvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 174, junio de 1993

Quiero hoy hablaros de un gran teólogo, de un gran sacerdote, de un gran jesuita, de  un gran santo que falleció el pasado 18 de mayo: el P. Francisco de Paula Solá S.J.

Mientras celebrábamos la Hora Santa mariana de todos los meses en el Tibidabo un buen grupo de la Unión Seglar, entregaba su alma a Dios el Padre Solá. Pocas horas antes había estado con él, y al decirle que íbamos a pedir por él en la Hora Santa, levantó ligeramente la mano que sostenía el rosario y se despidió de mí hasta la gloria, mientras me decía como un susurro: “El diecinueve”. Parecía decirme al hablarle de la Virgen y de la Hora Santa que venimos celebrando desde tantísimos años, que sí, que antes del 19 o al rayar el 19 estaría ya con Ella.

Mi alma está apenada mientras escribo estas líneas, pero al mismo tiempo se renueva en ella la esperanza, el gozo y las ansias del servicio al Señor.

Apenada, pues, se corta quizá el último lazo que me unía a la Compañía que amé durante toda mi formación, y que había hecho que mi alma se uniera tan estrechamente con la del Padre Sola, del que he recibido tantos beneficios. Esperanza porque sé que desde el cielo nos prestará una ayuda mayor para nuestra formación y para animarnos a perseverar en el divino servicio. Gozo porque me gozo en el amigo, puesto que su alma inocente y purísima posee ya la visión de Dios y está inundado de felicidad. Todo ello alienta en mi interior más deseos de servir a Dios hasta el fin. “Soy como el soldado de Maratón, que entrega el testigo y la noticia a su general y cae muerto al instante, cumplido su objetivo.” Así me dijo pocos días antes de su muerte el P. Solá, cuando se le dijo que tenía una enfermedad grave. Trabajó como puedo hasta el último esfuerzo. Diez días más y el Señor lo llamó para premiarle.

Desearía que sirviera de meditación su santa muerte, ejemplar y alegre, como fue su vida ejemplar y alegre, con una alegría humilde y comunicativa.

El Señor le dotó de una inteligencia prócer, de la que pudo hacer gala hasta su muerte. Vivió clarividente y murió con plenitud de conciencia. Estudió toda su vida la Ciencia de Dios. Fue gran teólogo, conoció como pocos la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. No hubo aspecto de la Teología o de la Moral en la que no fuera eminente. Sus clases, sus explicaciones estaban embebidas de una profundidad, de una claridad asombrosa, y de una amenidad y sencillez poco común.

Su categoría teológica estaba unida a una sencillez de corazón que seducía. Nunca nervioso, nunca exigente, siempre dispuesto a dar su tiempo a los demás, sin conversaciones superfluas, pero siempre jovial y paciente. Recibía la adversidad con igualdad de ánimo. Su espíritu interior de contemplación le libró en tantas incomprensiones y adversidades como tuvo que sufrir, de la típica “depresión” de nuestros contemporáneos, “más preocupados de sus problemas que de la gloria que debemos a nuestro Dios. Veía en toda su enormidad la crisis de la Compañía, de la Iglesia, del orden politice de toda la Sociedad. Pero sabía y vivía tan vitalmente que solamente la oración y una entrega santa al propio deber, darían la vuelta a esta historia de infidelidades. De la misma Compañía me hubo de decir en más de una ocasión: “No debemos temer; es preciso que esta Compañía muera para que resucite una verdadera. La dirección que se lleva ahora no es la de ser verdaderos jesuitas.”

Por eso amó mucho la Unión Seglar. Amó mucho el Colegio del Corazón Inmaculado de María. Presidió en tantas ocasiones nuestras reuniones familiares con los Profesores, y nuestros actos generales. Y amó sobre manera a nuestros estudiantes. Para darles las últimas clases, retrasó su ida al médico. Fue su último acto de amor de obras.

Tenemos un ejemplo más que imitar. Un apóstol más que seguir. Un intercesor en el cielo al que rogar. Hemos tenido un santo a nuestro lado. Bendito sea Dios.