Estamos en una gran clínica de provincias, en Abril de 1935.
Traen a un enfermo, antiguo soldado de la Gran Guerra. El mal es grave. Padece una apendicitis perforada.
Los médicos confiesan su impotencia para salvar al enfermo y añaden que no llegará al fin del día.
«Entonces, dice el capellán, apresurémonos a salvar lo que aun puede salvarse”.
¡No obstante, el alma está aún peor que el cuerpo! Pero al contrario que la ciencia humana, el poder de Dios, lo mismo que su misericordia, no tiene límites.
Este hombre, a punto de morir, ha pasado toda su vida – tiene cincuenta y dos años – al margen del Evangelio.
Cree, sin duda, en Dios y en las enseñanzas de la verdadera religión, pero las ha olvidado completamente.
Por suerte, fue bautizado y educado en su niñez cristianamente; pero, ¡jamás comulgó! Y cuando se casó, no quiso la bendición de Dios ni de la Iglesia.
¡Este hombre va a morir!
En este momento trágico, la Hermana Superiora de la clínica se acerca al moribundo y le habla con bondad de la vida, de la vida que no tiene fin y que sigue a la muerte…
El viejo soldado escucha con atención aquellas palabras de la religiosa. Parece salir de un sueño. Súbitamente se pone frente a las realidades inevitables que le esperan. Toma en serio la exhortación que acaba de hacerle la buena enfermera.
«Hermana, sí, yo quiero sinceramente ponerme en regla con Dios y con mi conciencia. Pero quisiera para esta grande operación el concurso de mi viejo amigo de guerra, el Padre X, que vivió conmigo durante cuatro años la dura vida de las trincheras del Iser”.
Felicísima por el buen resultado de sus gestiones, la amable superiora responde en seguida:
«Voy a telefonear al convento del muelle Mativa y dentro de una hora será usted complacido”.
¡Ay! El Padre X. está ausente. ¡Ha ido a la casa de Bruselas!
«Y sólo tiene usted una probabilidad sobre ciento de encontrarlo», le dicen.
Sólo el tiempo necesario para pedir la comunicación internacional, y he ahí a la buena religiosa en comunicación con el Prior del convento de Bruselas.
Por una circunstancia del todo providencial e inesperada, el Padre X. pasaba en aquel momento por el amplio corredor del monasterio.
Se pone al aparato, respondiendo a su interlocutora: «Dentro de dos horas estaré al lado de mi viejo camarada”.
¡A esta noticia se llena de gozo el moribundo! ¡Llora! ¡Se recoge! Quiere hacer las cosas bien. Esta vez, la última, afrontará la muerte en buena y debida forma.
Son las tres de la tarde. Un taxi para delante de la gran puerta de entrada de la clínica. La portezuela se abre y desciende un sacerdote de sotana blanca. ¡Es él! Es el Padre X., que ha acudido a toda prisa desde Bruselas para llevar el auxilio a su viejo amigo de las trincheras, como lo hacía allá, en el frente del Iser.
Los dos amigos caen en brazos el uno del otro. Es una escena conmovedora que arranca lágrimas.
Entonces el viejo soldado dice al Padre:
-Escúchame, mi viejo amigo, mi querido camarada de las trincheras, testigo de mi conducta en el frente de batalla. Y usted, señor Capellán, y usted, Hermana Superiora, y tú, esposa mía, escuchen la respuesta de mi viejo amigo. Dime, pues, Padre, tú que me viste en el combate tantas veces, ¿temblé jamás ante el enemigo? ¡Fallé jamás ante los alemanes?
-¡No, nunca! ¡Has sido un valiente, atrevido y audaz!
-Pues bien, ¿ves tú? ¡Ahora tengo miedo!
-Pero miedo, ¿de quién y de qué?
-¡Miedo de la muerte!
-¿Es posible? Dentro de un minuto, cuando estés en estado de recibir su visita, tu miedo habrá desaparecido, te lo aseguro.
-Es cierto- respondió el viejo soldado-; por eso tengo miedo, porque mi conciencia no está en regla. Pero ahora tú me vas a confesar y cuando Dios me haya perdonado, sé muy bien que seré más fuerte.
Entonces, en aquella humilde habitación del enfermo, ¡pasó algo inaudito!
¡Allí se produjo, súbitamente, una tan grande maravilla de la gracia, que para gloria de Dios de las misericordias, merece pasar a la posteridad!
Pues bien; como el Capellán y demás visitantes hicieran ademán de retirarse, el moribundo intervino con autoridad:
-No, quédese, señor Capellán, quédese, Hermana, y tú también, esposa mía, quédate aquí. Porque quiero confesarme delante de todos ustedes. Ofendí a Dios públicamente, por eso quiero hacer una reparación pública, y me confesaré lealmente y sin reticencias delante de todos.
Y como ninguna protesta de los testigos conmovidos hasta las lágrimas se opusiera a la santa obstinación del moribundo, éste se confesó humildemente delante de todos.
Y cuando, mediante la absolución del sacerdote, el perdón divino descendió a su alma, el viejo soldado exclamó fuera de sí, mientras el hombre de Dios le envolvía en un abrazo paternal y afectuoso:
-¡Ah! ¡Qué feliz soy! ¡Este es el día más hermoso de mi vida!
Mandó entonces que trajeran a su lado a sus hijos.
-¡Hijos míos! – les dijo entre sollozos-, quiero que vosotros también seáis testigos de los últimos momentos de vuestro padre. Yo ofendí a Dios, pero acabo de reconciliarme con Él, pues quiero morir cristianamente. ¡Y sabedlo bien, hijos míos, ahora que estoy en paz con Dios, muero contento!
Algunos momentos después de esta escena grandiosa y profundamente emotiva, a petición suya, descendió también la bendición nupcial sobre los dos cónyuges, bendición que fue como un coronamiento de su dicha, indecible dicha que ambos a dos proclamaban.
Entonces, dirigiéndose a todos, con acento de gozo y con dulce serenidad que trascendía más al Cielo que a la tierra, el viejo soldado dijo a los asistentes:
-No lloréis; antes bien, alegraos conmigo, porque, os lo repito, es éste el día más hermoso de mi vida. Por eso quiero, en señal de alegría, que se beba ahora una copa de champaña.
Y se cumplió la última voluntad de aquel extraño moribundo, que con un pie en el Cielo, quería, antes de poner el otro, que el mundo supiera, por su boca, que la verdadera felicidad no reside sino sólo en Dios.
