Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I. Meridiano Católico Nº 187, septiembre de 1994
Bajando por la ladera oriental del Monte de los Olivos, llegamos en camino de unos dos kilómetros a la “casa de los dátiles”, Betania. La sencillez del lugar nos atrae. Está escondida en un recodo de la gran carretera que une Jerusalén con Jericó. Sólo el peregrino devoto quiere hacer un alto en donde se nos reveló la amistad de Jesús hacia tres hermanos y su omnipotencia al servicio de su amistad.
Allí se conserva la casa de María, Marta y Lázaro. Allí se conserva la sepultura de Lázaro. La pequeña basílica que cubre aquellos lugares sagrados en los que habitó el Señor es de una gran belleza, realzada por los mosaicos hermosísimos que aluden a la amistad del Corazón de Jesús y a su portentoso milagro.
Jesús amaba aquel lugar. En Betania se hallaba Jesús tan a gusto que pronunciaría muchas veces el versículo del Salmo 132: “Aquí habitaré porque la he querido.”
Aquí, en Betania, encontró Jesús corazones que lo amaron sin reservas y lo esperaron ansiosamente en todo momento. Aquí Jesús hallaba el consuelo y la fortaleza humana que su sensible Corazón requería, ante las confabulaciones de los fariseos que le habían ido cerrando todas las puertas de Jerusalén.
María dejaba todas las cosas, que ya nada le interesaba cuando venía Jesús. Estaba plenamente cautivada por el Señor. Amar a Jesús, escuchar las palabras de vida eterna de sus labios, era todo para ella.
Marta ponía toda su inteligencia y su finura espiritual para el único objeto de hacer aquellos días la vida placentera a Jesús, una vida hogareña llena de detalles y muestras de amor.
Lázaro, cabeza de aquella casa, era el sólido amigo de Jesús. Lázaro comprendía la tragedia que se avecinaba para su amigo, y sin duda más de una vez le habría pedido a Dios que dispusiera de su vida para no tener que ver la muerte ignominiosa de su amigo y la traición de su pueblo.
En Betania se desarrollaron los diálogos más sublimes y más enternecedores de Jesús. Algo de ellos podemos adivinar por lo que nos dejó escrito San Juan.
En aquella iglesia, entre aquellas piedras, ante la tumba de Lázaro, se escucha la llamada de Jesús que busca una Betania, un refugio en nuestro corazón. Él quiere ser el Huésped permanente de una amistad que no se concluirá jamás. Para Él un amor fogoso, sin cálculos. Para Él un trabajo sin fatiga para complacerle y darle gloria. Para Él la firmeza de una amistad varonil y fiel que le compense de la ingratitud de tanto oportunista.
Quiero acabar con la transcripción de un texto. Hay una placa en la antecámara de la tumba de Lázaro, que dice así: “La gloria de Dios se puede ver en aquellos que ponen su fe en Jesús en los tiempos de mayor angustia y desesperación: ellos están persuadidos de que Él es mayor que cualquier aflicción, ¡aun mayor que la misma muerte!

