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Origen de la autoridad.

El católico debe saber que el poder político es de derecho divino, o sea que-su origen y razón proviene de Dios. El magisterio de la Iglesia, fundado en la Revelación, ha sido siempre muy explíc.ito en cuanto a ello. «Pues no hay potestad sino de Dios» (Rom 13,1). El soberano «es ministro de Dios» (Rom 13,4), Y no delegado o mandatario del pueblo o nación. El principio rousseauniano de la llamada «soberanía del pueblo», por tratarse de un principio evidentemente herético, al considerarlo c.omo razón absoluta para toda dase de leyes, aunque sean las del Decálogo, no puede ser jamás aceptado parlas católicos, por estar en contradicción con la fe.

El poder político procede de Dios, es de derecho divino. La forma de gobierno que adquiere dicho poder procede del pueblo, de la sociedad, y es de derecho humano. La distinta manera de concretarse la soberanía política da origen a las formas de gobierno. Los gobernantes católicos han utilizado la fórmula «por la gracia de Dios», como reconocimiento público del origen divino del poder político.

Democracia.

Si por democracia se entiende la participación del pueblo en los negocios públicos, es perfectamente compatible con la doctrina cristiana. Por pueblo, la Iglesia no entiende la muchedumbre amorfa e inorgánica, la mayoría cuantitativa y numérica, la masa, sino la población organizada, teniendo en cuenta sus legítimas diferencias profesionales, culturales, regionales, etc. La sana democracia, entendiendo por tal la justa y proporcionada participación de las clases sociales, familias, regiones, municipios y corporaciones, es compatible con todas las formas de gobierno que promuevan el bien común bajo la Ley de Dios. La diferencia esencial entre el concepto católico y el concepto anticristiano de democracia se funda en el modo distinto de concebir la palabra pueblo. El Estado es y debe ser, por derecho natural, sociedad organizada, y jamás una muchedumbre, invertebrada yal servicio de pasiones. La Iglesia acepta las distintas formas de gobierno. Sin embargo, la doctrina católica es incompatible con el democratismo sin límites morales, y con el totalitarismo, según el cual «el Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno» (Syllabus, 39) Sobre el concepto católico de democracia, léase el radiomensaje navideño de 1944, de Pío XII.

Libertad y liberalismo.

La Iglesia ha defendido siempre la genuina libertad humana, como facultad para seguir responsablemente los caminos de la verdad y del bien. Concebir la libertad como un derecho para obrar el mal, entregarse al vicio y fomentar el odio, sería como admitir que impunemente podemos envenenarnos, suicidarnos, drogarnos, mutilarnos. La libertad es para la perfección a el hombre, no para su corrupción, ni individual ni socialmente. La libertad es la facultad que Dios nos ha dado para escoger el bien y la verdad.

El liberalismo ha trastornado el sentido de la libertad. Los liberales admiten que el hombre puede pensar, decir, hacer, asociarse y desarrollar cualquier actividad que les plazca, aunque sea contra la Revelación, el bien común, la Ley de Dios, los derechos legítimos del prójimo. La Iglesia ha condenado el liberalismo, ya que éste, en lo filosófico, lo político. y lo económico ha causado los más graves desórdenes, guerras, injusticias y malestar en todos los órdenes. Precisamente, el liberalismo es el gran enemigo de la libertad.

El Estado, por derecho divino y natural, debe respetar la Ley de Dios. Jurídicamente, repugna que el Estado sea agnóstico, arreligioso, laicista. El Estado está facultado, por proceder su autoridad del mismo Dios, a dar juicios valorativos sobre materias de religión natural. Son por tanto inadmisibles las legislaciones civiles que autorizan el divorcio, el aborto provocado, la eutanasia, la pornografía y demás crímenes contrarios a la ley eterna, natural, universal e inmutable, por más que algunos los quisieran justificar.

Estado católico.

En una sociedad de bautizados, el Estado debe proclamarse católico, no por haberlo ordenado la Iglesia, sino por haberlo ordenado el mismo Dios. El Vaticano II nos dice: «Es evidente que la comunidad política y la autoridad pública tienen su fundamento en la naturaleza humana, y por eso pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación de los regímenes políticos y la designación de los gobernantes se dejen a la libre decisión de los ciudadanos» (GS, 74).

También el Vaticano II nos recuerda que la Iglesia no debe depender del Estado, pero que la Iglesia tampoco debe inmiscuirse en las materias técnicas propias del Estado. Pero esto no significa ni separación ni hostilidad entre las dos potestades» Dice el Vaticano II: «La comunidad política y la Iglesia son, en sus propios campos, independientes y autónomas la una respecto de la otra. Pero las dos, aunque con diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo prestarán con tanta mayor eficacia cuanto ambas sociedades mantengan entre sí una sana colaboración, siempre dentro de las circunstancias de lugares y tiempos. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, presente, en la historia humana, conserva íntegramente su vocación eterna» (GS, 76).

Por tanto, el Estado debe respetar el magisterio de la Iglesia, favorecer el culto debido a Dios, según la verdadera religión, usar de su poder coactivo, si así conviene, no sólo contra los violadores del derecho natural, sino contra los de la religión católica. También el Estado debe custodiar la enseñanza católica en los centros docentes.

Socialismo y comunismo.

Pío XI enseña en la Quadragesimo anno: «Acuérdense torios de que el padre de este socialismo que invade las costumbres y la cultura ha sido el liberalismo, y su heredero será el bolchevismo». Pablo VI ha reiterado la incompatibilidad de la doctrina católica con el liberalismo y el socialismo. También en la Divini Redemptoris, de Pío XI, se anatematiza toda colaboración con los comunistas. Pío XII Y Juan XXIII han excomulgado «a aquellos que la difunden o la propagan», refiriéndose a la doctrina comunista. Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI han mantenido la condenación de «apóstatas de la fe» a los que sirven el comunismo. Entre éstos hay que considerar los movimientos de los llamados «cristianos por el sociaIismo», reiteradamente desaprobados por la Santa Sede y los episcopados.

Unidad católica.

San Pío X, en 20 de abril de 1911, fijó como norma obligatoria a los católicos españoles, la siguiente: «Debe mantenerse como principio cierto que en España se puede siempre sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, la tesis católica, y con ella, el restablecimiento de la unidad religiosa». Juan XXIII reiteró este principio en su radiomensaje al V Congreso Eucarístico Nacional de Zaragoza, en 24 de septiembre de 1961. Pablo VI, repetidas veces, ha insistido. Recordemos estas palabras suyas: «Vuestra nación justamente se gloría de esa unidad católica, que ha sido, y es, florón de tantos siglos de historia» (13-XI-1965).

La unidad católica es la plenitud ecuménica. Ni supone espionaje para los que no practican, ni persecución a los que tuvieran otra confesión religiosa. Pero sí garantiza el máximo bien de la verdad revelada influyendo en las vidas y en toda la sociedad. El ideal no es el aconfesionalismo. También para el Estado valen estas palabras de Cristo: «Pues a todo el que me confesare delante los hombres, Yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los de los; pero a todo el que me negare delante de los hombres, Yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos» (Mt X, 32-33).

Oración por España.

Es una consecuencia del IV Mandamiento del Decálogo el amor a la Patria. El cristiano debe ser el mejor de los ciudadanos, con su trabajo, ejemplaridad y colaboración. Y el cristiano debe rogar por su nación, así c.omo por la paz entre todas las naciones. La plegaria ardiente al Corazón de Jesús y a la Virgen María, por medio del Santo Rosario, por el bien de España, es un dulce deber de católicos y de patriotas.

«EL DIABLO NO REINARA EN ESPAÑA PORQUE MARÍA ES SU REINA», decía el venerable P. Palau, insigne fundador, misionero y cuyo proceso de beatificación está en marcha. Propio de un buen católico es acordarse de la Virgen Inmaculada. ¿Cómo? Rezando a lo menos cada mañana y cada noche las TRES AVEMARÍAS.