He aquí a un gran poeta, el príncipe de los fabulistas, ilustre académico y el más popular de los escritores franceses.
Pero todos estos títulos no valen lo que el tan sencillo de «Buen Cristiano», porque éste solo es el que da acceso al reino de la gloria, junto a Dios.
Pues bien; en 1692 estaba próximo el fin para el señor De la Fantaine; iba a sonar la hora de rendir cuentas personales ante el Soberano Juez.
No obstante, por entonces el gran hombre vivía ostensiblemente al margen de los mandamientos de la Iglesia, y en cuanto al tiempo transcurrido hasta entonces, se sabía al menos – todo el mundo lo sabía – que había escrito obras escandalosas e infinitamente perniciosas para la juventud.
Por grande que sea uno en la tierra, príncipe o rey, no es con semejante bagaje como se puede afrontar, a cara descubierta, la terrible justicia de Dios.
¿Pensaban en esta eventualidad, quizá próxima, todos los verdaderos amigos del grande fabulista? ¡Algunos temblaban por su porvenir eterno! ¡Sólo él parecía despreocupado!
Pero, ¿cómo abordar con el grande hombre tan candente cuestión?
Después de maduro examen, el Cura de su parroquia resolvió confiar la empresa a su vicario el abate Poujet, excelente teólogo, Doctor por la Sorbona, hábil dialéctico y, por su familia, en amistosas relaciones con el fabulista. Sobradas circunstancias hacían de este sacerdote de veintiséis años el hombre providencial del momento.
El Abate Poujet se presentó por vez primera en casa de La Fontaine con el pretexto, muy natural, de preguntar por su salud.
La acogida debió de ser muy cordial, pues la entrevista no duró menos de dos horas.
Se abordó sin dificultad la cuestión religiosa.
Al parecer el joven sacerdote obró con habilidad, porque sus razonamientos impresionaron tan bien al escritor, que La Fontaine empezó a decirle a manera de excusa que estaba en deuda con Dios.
-Me he puesto a leer desde hace algún tiempo el Nuevo Testamento; le aseguro que es un libro muy bueno; sí, a fe, es un buen libro. Pero hay un artículo al que no me rindo: es el de la eternidad de las penas del infierno. No comprendo cómo esa eternidad se pueda compaginar con la bondad de Dios.
Objeción corriente que resulta interesante encontrar en boca de un escritor de gran mundo. Pero entonces, como ahora, se recordaba mejor la objeción que su solución.
El joven vicario no se dejó desconcertar, y fuerte en la ciencia de sus sabios maestros, la resolvió con perfecta claridad.
«Yo le respondí, escribe el Abate Poujet, que no era necesario que lo comprendiese; que hay cosas más incomprensibles y que hay que creerlas (como el misterio de la Santísima Trinidad); que generalmente todos los misterios son incomprensibles; que basta examinar la verdad de la revelación y que cuando es cierto que Dios ha hablado y se ha explicado con claridad es necesario que la razón humana enmudezca y se someta a un Dios que habla y revela.
Después de esto, continúa el joven doctor, era muy fácil hacerle ver que la eternidad de las penas era, cosa muy justa y puesta en razón, y le expliqué lo que sobre la materia dicen San Agustín y otros Santos Padres y teólogos.
Por otra parte, la tarea del sacerdote quedó facilitada por el espíritu recto y dócil del fabulista, que invitó amablemente a su maestro accidental a continuar sus luminosas lecciones, mientras le hiciera falta.
“Por lo demás, dice el Abate Poujet, el señor De La Fontaine comprendía la verdad y se rendía a ella. No buscaba pretextos y me pareció que obraba con rectitud y buena fe”.
En fin, después de diez o doce días de conversación con él, el señor de La Fontaine me dijo que estaba convencido de la verdad de todo lo que yo le había dicho hasta entonces; que quería pensar seriamente en vivir y morir como buen cristiano; que se sentía vivamente presionado por la gracia; que veía bien claro que necesitaba hacer una confesión general, pero que tal cosa se le hacía muy difícil; pues no era asunto de poca monta la relación de setenta y cinco años de una vida como la suya; que cuanto más pensaba en ello, más veía el caos en que se encontraba, y no sabía cómo salir de él.
El joven vicario recibió las confesiones de su ilustre discípulo y hasta obtuvo de él la retractación pública de ciertos escritos licenciosos.
¡La conversión del célebre fabulista, del brillante académico, había sido completa!
