marcelino menedez pelayoMarcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941

  1. b) Leovigildo

Leovigildo era hombre de altos pensamientos y de voluntad firme, pero se encontró en las peores condiciones que podían ofrecerse a monarca o caudillo alguno… de su raza. Por una parte aspiraba a la unidad, y logróla en lo territorial con la conquista del reino suevo y la sumisión de los vascones. Pero bien entendió que la unidad política no podía nacer del pueblo conquistador, que como todo pueblo bárbaro significaba desunión; individualismo llevado al extremo. Por eso la organización que Leovigildo dio a su poderoso Estado era calcada en la organización romana, y a la larga debía traer la asimilación de las dos razas. El imperio, a la manera de Diocleciano o de Constantino, fue el ideal que tiró a reproducir Leovigildo en las pompas de su corte, en la jerarquía palaciega, en el manto de purpura y la corona, en ese título de Flavio con que fue su hijo Recaredo el primero en adornarse, y que con tanta diligencia conservaron sus sucesores. Título a la verdad bien extraño, por la reminiscencia clásica, y suficiente a indicar que los bárbaros, lejos de destruir la civilización antigua, como suponen los que quisieran abrir una zanja entre el mundo romano y el nuestro, fueron vencidos, subyugados y modificados por aquella civilización que los deslumbraba aún en su lamentable decadencia. El imperio, última expresión del mundo clásico, era institución arbitraria y hasta absurda; pero había cumplido un decreto providencial extendiendo la unidad de civilización a los fines del mundo entonces conocido, y dando por boca del tirano y fratricida Caracalla, la unidad de derechos y deberes, el derecho universal de ciudadanía. Otra unidad más íntima iba labrando al mismo tiempo el cristianismo. Las dos tendencias se encontraron en tiempo de Constantino: el imperio abrazó el cristianismo como natural aliado. Juliano quiso separarlos, y fue vencido. Teodosio puso su espada al servicio de la Iglesia, y acabó con el paganismo. Poco después murió el imperio, porque su idea era más grande que él, pero el espíritu clásico, ya regenerado por el influjo cristiano, ese espíritu de ley, de unidad de civilización, continúa viviendo en la oscuridad de los tiempos medios, e informa en los pueblos del Mediodía toda civilización, que en lo grande y esencial es civilización romana por el derecho como por la ciencia y el arte, no germánica, ni bárbara, .ni caballeresca, como en un tiempo fue moda imaginársela. Por eso los dos Renacimientos, el del siglo XIII y el del siglo XV, fueron hechos naturalísimos, y no vinieron a torcer, sino a ayudar el curso de las ideas. Y en realidad, a la idea del Renacimiento sirvieron, cada cual a su modo, todos los grandes hombres de la Edad Media, desde el ostrogodo Teodorico hasta CarIo-Magno, desde San Isidoro, que recopiló la ciencia antigua, hasta Santo Tomás, que trató de cristianizar a Aristóteles, desde Gregorio VII hasta Alfonso el Sabio. Nunca ha habido soluciones de continuidad en la historia.

Leovigildo, puesta su mira en la unidad política, ¿y quién sabe si en la social y. de razas?, tropezó con un obstáculo invencible: la diversidad de religiones. Trató de vencerla desde el punto de vista arriano, tuvo que erigirse en campeón del menor número, del elemento bárbaro e inculto, de la idea de retroceso, y no sólo se vio derrotado, lo cual era de suponer, sino que contempló penetrar en su propio palacio, entre su familia, el germen de duda y discordia, que muy pronto engendró la rebelión abierta. Y en tal extremo, Leovigildo, que no era tirano, ni opresor, ni fanático, antes tenía más grandeza de alma que .todos los príncipes de su gente, vióse impelido a sanguinarios atropellos, que andando los siglos y olvidadas las condiciones sociales de cada época, han hecho execrable su memoria, respetada siempre por San Isidoro y demás escritores cercanos a aquella angustiosa lucha que indirectamente y de rechazo produjo la abjuración de Recaredo y la unidad religiosa de la Península. La historia de este postrer conflicto ha sido escrita muchas veces, y sólo brevemente vamos a repetirla.