basilica de la anunciacionRvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 190, diciembre de 1994

La llegada a Nazaret, después de cruzar Galilea desde Jericó, descansa el espíritu en la contemplación del misterio augusto de la Encarnación. Los siglos han hecho desaparecer la Nazaret de Jesús de unos cien habitantes, con la moderna ciudad de más de ochenta mil habitantes de la actualidad, con embotellamiento circulatorio y comercialización por doquier.

Como un faro en medio de la urbe, la cúpula en forma de lirio que abraza la tierra, de la basílica de la Anunciación, orienta nuestros pasos. Aquella bellísima construcción, tal vez la más bella de toda la Tierra Santa nos habla de nuestra Madre, la Santísima Virgen. Pero aquella belleza aérea, no distrae la llamada a lo interior. En el subsuelo, en la tierra desnuda, aparecen la gruta y la pequeñísima casa de la Virgen. Una verja nos separa del lugar santo. Con la frente entre los barrotes leemos y meditamos el brevísimo texto: “Hic Verbum, caro factum est”. El misterio sobrecoge en aquel lugar. El que no cabe en los cielos de los cielos, se hace carne y sangre, y se desposa con nuestra naturaleza humana, en el seno purísimo de la Virgen sin mancha.

Como esclavito indigno quiere el alma oír el latido del Corazón Inmaculado de María que late al unísono del Hijo de sus entrañas. María está abismada en la contemplación. No hay tiempo, no hay lugar, no hay sensación, porque Dios que se ha hecho Hombre lo ocupa todo.

La obra más grande de la historia, la que da valor divino a toda la Creación, se reduce a una pequeña excavación en la ladera de una colina del viejo Nazaret. Lámparas de fuego iluminan el alma para que no viva en las oscuridades del sentido. Con Jesús y con María en el alma, no se quiere guardar oficio, ni camino, sino guardar en el caudal del amor todo lo que amamos. Pasan en un instante personas amadas, el ayer, el hoy, el mañana, lo hecho y lo soñado, porque nada tiene valor, y todo tiene sentido en un gozo reposado que lo transciende todo.

La vuelta hacia el altar que está a la espalda nos llama al sacrificio. La oblación del verbo que se hizo carne y habita hora a hora en la redención de nuestras manos. ¡Oh Trinidad beatísima que haces florecer las hermosuras! Allí sobre el altar se reclinó el Señor, por las palabras consagratorias. Vivir para Él con todos vosotros a impulso del Espíritu que realizó el prodigio de la Virgen María.