Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 204, marzo de 1996
El primer paso en el camino de la santidad, es de purificar nuestra alma de toda culpa grave. Sin eso no hay santidad posible. Es la actitud que requiere San Ignacio en la primera manera de humildad, es decir, que aunque me hicieren dueño del mundo entero, aunque me abajaren y sometieren a las mayores injusticias, incluso a la muerte, no deliberar en cometer un pecado mortal.
La huida de todo pecado mortal y de toda ocasión voluntaria de pecado mortal, es la condición precisa para avanzar rectamente hacia la santidad. Esto supone ya una gran virtud. Esto supone incluso heroísmo en las circunstancias difíciles, y mucha generosidad con Dios Nuestro Señor en las circunstancias ordinarias. En el mundo actual, donde el permisivismo moral ha llegado a extremos inconcebibles, hasta perderse la noción de pecado, y convertir consiguientemente la moralidad en un hecho estadístico, de forma que sea normal, moral y aceptado lo que hace la mayoría. La huída del pecado mortal supone mucha mayor entrega que en épocas anteriores. Hay que romper con multitud de vínculos sociales y de amistades para no verse sumergido en la pleamar de las barreras que nos apartan del pecado mortal. El abandono de los hábitos de pudor, de vigilancia en lecturas, espectáculos T.V. y de la mortificación de los sentidos, que se ve en los ambientes que se dicen aun religiosos, empuja a la rotura del frente que ponía al pecado mortal en ocasión lejana.
Esa es la razón por la que hoy es preciso insistir más que nunca en la mortificación de la vista, del tacto y del oído, en una mayor intensidad en la vida de oración, en una mayor frecuencia en la recepción de los sacramentos, y en un aislamiento del mundo, entendido en su sentido bíblico y evangélico, como mundanidad, enemigo del rey interior de la pureza del alma, de la vida de fe, y de vencimiento en la concupiscencia y caprichos mundanos.
Solamente aquellos que con una decisión muy decidida, ayudados de la gracia, estén dispuestos a romper con el mundo, cueste lo que cueste, aunque se queden solos en ese afán, serán los que avanzarán sin obstáculos por el camino de la santidad que exige, como condición previa, la huida del pecado mortal, enemigo de Dios y de la salvación del alma.