Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
No se niega que hubiese entre los cristianos nuevos conversos de buena fe, y aun grandes Obispos y elocuentes apologistas, como ambos Santa Marías; pero el Instinto popular no se engañaba en su bárbara y fanática oposición contra el mayor número de ellos, hasta cuando más gala hacían de amargo e intolerante celo contra sus antiguos correligionarios. Ni cristianos ni judíos eran ya la mayor parte de los conversos, y toda la falacia y doblez de que se acusa a los pueblos semitas, no bastaba para encubrirlo. Tal levadura era muy bastante para traer inquieta la Iglesia y perturbadas las conciencias.
Resultado de toda esta perturbación, nacida de causas tan heterogéneas (a las cuales quizá convendría agregar la influencia del escolasticismo nominalista de los últimos tiempos, las reliquias del averroísmo y los primeros atisbos de la incredulidad italiana), fue un estado de Positiva decadencia del espíritu religioso, la cual se manifiesta ya por la penuria de grandes escritores teólogos (con dos o tres excepciones muy señaladas, pero todavía más célebres e influyentes en la historia general de la Iglesia del siglo xv que en la particular de España); ya por el frecuente uso Y abuso que los moralistas hacen de las sentencias de la sabiduría pagana, al Igual, si ya no con preferencia, a los textos y. máximas de la Escritura y Santos Padres; ya por las Irreverentes parodias de la Liturgia, que es tan frecuente encontrar en los Cancioneros: Misa de Amor, Los siete Gozos del Amor, Vigilia de la enamorada muerta, Lecciones de Job aplicadas al amor profano, y otras no menos absurdas y escandalosas, si bien en muchos casos no prueban otra cosa que el detestable gusto de sus autores, y no se les debe dar más trascendencia ni alcance que éste.. Pero sea como fuere, la profanación habitual de las cosas santas es ya, por sí sola, un síntoma de relajación espiritual de todo punto incompatible con los períodos de» fe. Profunda, sean barbaros o cultos.