jesusJosé Guerra Campos

Afirmamos o recordamos que Jesucristo es nuestra esperanza porque ha resucitado. En nuestra conferencia anterior insistimos, quizás de modo prolijo, en el carácter fáctico, experimental, de este verbo «ha resucitado», y recordábamos lo que es muy sabido, pero ahora -en virtud de ciertas modas- puede oscurecerse, y es que nuestra fe está insertada en una corriente testimonial que empalma con Jesús y con sus contemporáneos y que es anterior a las ideas, a las interpretaciones, a las meditaciones, a la envoltura de pensamiento que este hecho inesperado, único en la Historia, suscita, creando la gran corriente de la Iglesia.

Decíamos que, situados en esta corriente testimonial, dentro de ella, la actitud de los que dudan, se inhiben o niegan no afecta realmente para nada a los motivos de nuestra convicción y de nuestra fe, porque conocemos muy bien sus motivos y esos motivos no inciden en las razones de nuestra fe, e incluso de nuestra persuasión histórica o científica, si así queremos llamarla.

Por eso, consideraba poco útil el detenernos en el análisis o en la exposición de estas actitudes que constituyen un largo proceso de casi dos siglos, en que las explicaciones y los planteamientos han ido, como es sabido, sucediéndose y sustituyéndose los unos a los otros, partiendo siempre de un supuesto común, que ellos mismos reconocen paladinamente, un supuesto filosófico: la supuesta imposibilidad de una manifestación extraordinaria de Dios tal como la Resurrección de Cristo, y tratando luego de corroborar críticamente o científicamente este a priori con un método que entendemos muy bien, pero que no resulta aplicable al caso, que es el método llamado de la «inversión de las fuentes». En vez de poner al comienzo la experiencia y el testimonio, se coloca al principio una persuasión, una idea, el fruto de una larga meditación que finalmente produce relatos, los cuales, por tanto, carecerían de valor testimonial, porque serían deducciones o interpretaciones, y no comprobaciones iniciales de hechos.

Ahora bien, también este planteamiento está superado, porque lo sorprendente (caso único en toda la historia del pensamiento humano) es que, así como cuando se examinan de cerca con los métodos críticos de la historia literaria los pensamientos o las fabulaciones humanas, en seguida se comprueba y se descubre la diferencia notoria que existe entre lo que son hechos comprobables y documentables y lo que es pensamiento, mitificación o fabulación, con las fuentes cristianas ha sucedido todo lo contrario. El avance crítico de la investigación no ha hecho más que acumular datos sobre datos, incluso de carácter tangible; basta evocar cómo no solamente se ha comprobado hasta la saciedad que nuestras fuentes literarias antiguas, en cuanto a la transmisión de sus textos (sus copias, sus citas), están mucho mejor abastecidas que cualquier obra literaria de la antigüedad (pero a una distancia casi infinita: por la extraordinaria riqueza de la documentación de las nuestras), sino que hasta las piezas físicas (fragmentos, naturalmente), que aparecen de un modo casi casual en las arenas del desierto de Egipto o en otros depósitos arqueológicos, nos conducen, por ejemplo, en el caso del Evangelio de san Juan, casi al tiempo de su redacción.

Y bastaría evocar ahora mismo el hecho (en cuyo fondo no voy a entrar, pero que es revelador), del pequeño fragmento que nuestro gran papirólogo O’Callaghan , hace poquísimos años, estudió entre los millares y millares aparecidos en las cuevas de Qumrán junto al Mar Muerto, y que él está convencido (y así lo ha publicado muy abundantemente), que es un fragmento físicamente de los años 40-50 del Evangelio de san Marcos. O sea: un fragmento que igual podría ser, si no del original, de un manuscrito, de una copia, absolutamente contemporáneo.

La importancia no está en estos pequeños detalles, sino en la avasalladora convergencia de todos los indicios hacia lo que ayer establecíamos como punto importantísimo: el carácter fáctico, el carácter testimonial, para deslindarlo del carácter puramente ideal o del carácter meditativo, fabulador, teológico o mítico que tienen tantas veces los pensamientos humanos.

Excluida, pues, la importancia o el máximo interés de un estudio directo de estas posiciones a las que hacíamos alusión, recordaba ayer que, sin embargo, conviene dirigir la atención a una cierta novedad, muy escasa y de muy poca consistencia, pero una cierta novedad que se da en los últimos decenios y que consiste en un modo aparentemente nuevo de señalar el enlace entre lo histórico y la fe en el caso de Cristo y, sobre todo, en el caso de la Resurrección.

Para ello, tenemos que recordar que el enlace de la Resurrección con la fe cristiana -según la convicción de todas las iglesias, incluso las protestantes- ha sido siempre esencial. Es decir, la Resurrección no es un milagro más. Que Jesús pudo curar a dos, quince o veinte ciegos, no tiene interés, porque no se trata de la significación de cada uno de esos hechos, sino del carácter de señal que tiene cualquiera de ellos para revelarnos la manifestación de Dios, la presencia de su Misericordia, el anticipo de lo que esperamos. Los milagros no son la solución técnica del problema de la ceguera o de la escasez de pan, sino que son una manifestación de la presencia del poder y del amor de Dios sobre el cual fundamos nuestra auténtica esperanza de hijos de Dios: por tanto igual da que haya una curación que cinco. No sucede así en el caso de la Resurrección: siempre ha sido considerada como constitutivo esencial de la fe misma. Así como no podemos prescindir en una fe cristiana de la divinidad de Cristo Jesús, porque entonces carecería de sentido y de significación salvífica, así tampoco de su Resurrección. Y, en este sentido, todas las Iglesias cristianas han reafirmado la gran afirmación de san Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe, seríamos falsos testigos de Dios».

Ahora bien, los intérpretes naturalistas o racionalistas -si queremos llamarlos así- del siglo XIX y parte del XX, suponen lo mismo. Por ejemplo: el gran patriarca de la crítica adversa a la historicidad de Jesús, que es Federico David Strauss, escribió: «La Resurrección de Jesús es el centro, es el corazón mismo del Cristianismo». Y como ellos suponen que no es un hecho real, naturalmente que para ellos el Cristianismo queda invalidado, o bien se le reconoce una invalidez relativa, es decir, una manera como otra cualquiera, como tantas ilusiones, de alimentar la fe de ciertos hombres y de otros tiempos. Ahora, ya superado el Cristianismo, según ellos, por el espíritu crítico moderno, no sería ese sino un precedente, un estímulo histórico y simbólico para una actitud espiritual nueva: la actitud postcristiana.

En los últimos decenios (inicialmente en los años 20, caudalosamente en los años 50 y 60), a partir del teólogo protestante Bultmann e infiltrándose en publicaciones católicas y en reuniones apostólicas católicas, se dice: «La Resurrección no es esencial a la fe cristiana, tanto da que sea un hecho como que no lo sea, pero aunque no haya sido un hecho, el valor de la predicación sobre Cristo resucitado subsiste para nosotros». Ésta es la novedad y esta es la cuestión: ¿subsiste?; es decir, ¿la fe deja de ser vana y vacía (sin contenido), como afirma san Pablo, aunque Cristo no haya resucitado? Esta es la postura.

Podríamos limitarnos a exponer brevísimamente esta postura, pero quizá no se entienda si no evocamos un poco aquellos precedentes, no solo porque explican el momento actual, sino porque -al final lo veremos- las posturas recientes, que tienen muy poca originalidad, a pesar de las apariencias, y, desde luego, muy escasa consistencia, vuelven de nuevo al punto de partida.

Evoquemos, pues, no en sus pormenores, sino en sus grandes líneas, esquemáticamente, lo que sabemos: el proceso crítico sobre Jesús desde el comienzo del siglo XIX hasta el año 1920, terminada la Primera Guerra Europea. Prescindiendo de la tesis ridícula del siglo XVIII -de unos pocos- sobre el fraude o el puro error ingenuo de los testigos (que nadie ha tomado en consideración desde entonces), desde los primeros decenios del siglo XIX (1829-1830) y en gran parte bajo la inspiración de la filosofía germánica (tipo Hegel), la actitud es muy sencilla y muy clara: los testimonios sobre Jesús no son un fraude; es evidente la sinceridad religiosa de estas fuentes. Los testimonios sobre Jesús no son un error ingenuo, como quienes decían que al darse la multiplicación de los panes no hubo milagro, sino que uno sacó unos panes de su alforja y luego entre la muchedumbre se contagió el ejemplo y otros dos, quince, veinte, empezaron a sacar panes escondidos y la muchedumbre quedó saciada, y el pobre evangelista ingenuamente lo interpretó como si hubiera sido un milagro, etc. Esto no tiene ningún sentido. Los relatos milagrosos o se toman como milagrosos o se dejan, pero no se pueden interpretar con estas argucias porque van contra la evidencia.