Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
Mucho más menoscabado que el prestigio de la Iglesia, andaba el del trono. Con una sola excepción, la del efímero reinado de D. Enrique III, tan doliente y flaco de cuerpo, como entero y robusto de voluntad, la dinastía de los Trastamara, fundada por un aventurero afortunado y sin escrúpulos, que para sostenerse en el poder usurpado tuvo que hartar la codicia de sus valedores y mercenarios, no produjo más que príncipes débiles, cuya inercia, incapacidad Y abandono, va en progresión creciente desde los sueños de grandeza de D. Juan I hasta las nefandas torpezas de D. Enrique IV. Don Juan II, nacido para el bien y hábil para discernirle como hombre de entendimiento claro y amena cultura, tuvo a lo menos la feliz inspiración de buscar en una voluntad enérgica y un brazo vigoroso, la fortaleza que faltaba a su voluntad y a su brazo, pero ni aún así logró sobreponerse al torrente de la anarquía, y. al cabo firmó su perenne deshonra con firmar la sentencia de muerte de su único servidor leal, del hombre más grande de su reino. A tan vergonzosas abdicaciones de la dignidad regia, a tan patentes muestras de iniquidad y flaqueza, todo es uno, respondía cada vez más rugiente y alborotada la tiranía del motín nobiliario, exigiendo todos los días nuevas concesiones repartiéndose los desgarrados pedazos de la purpura regia. A la arrogancia de las obras acompañaba el desenfreno de las palabras. Nunca se hablo a nuestros Reyes tan insolente y cínico lenguaje como el que osaron emplear contra Enrique IV ricos-hombres, prelados, procuradores de las ciudades todo el mundo en suma, condenándole en documento públicos a una degradación peor que la del cadalso de Ávila. Y no había Sido mucho más blando el tono de las recriminaciones de los Infantes de Aragón y de sus parciales en tiempos de su padre Si no solían discutirse los fundamentos de la potestad monárquica, porque los tiempos no estaban para teorías, lo que es en la discusión de los negocios públicos del momento, se llegó a un grado de libertad o de licencia, que pasmaría aún en tiempos revolucionarios. Todo el mundo decía lo que pensaba, ya en prosa, ya en verso; habla cronistas a sueldo de cada uno de los bandos, y Mosén Diego de Valera, Alonso de Palencia, Hernando del Pulgar, y los autores de las Coplas del Provincial, de la Panadera y de Mingo Revulgo, ejercían una función enteramente análoga a la del periodismo moderno, ya grave y doctrinal, ya venenoso, chocarrero y desmandado.
Para aguzar los espíritus no era esta mala escuela, pero, en cambio, producía una fermentación malsana, agriaba los corazones y agravaba, si era posible, el malestar del reino, cuya gangrena requería cauterios más enérgicos que el de pasquines vergonzosos o epístolas sembradas de lugares comunes de filosofía moral. De hecho, y salvo los intervalos en que D. Álvaro de Luna tuvo firmes las riendas del gobierno, la Castilla del siglo xv, sobre todo después de su muerte, no vivió bajo la tute la monárquica, sino en estado de perfecta anarquía y descomposición social, de que las mismas crónicas generales no informan bastante, y que hay que estudiar en otras historias más locales, en genealogías y libros de linajes en el Nobiliario de Vasco de Aponte para Galicia, en las Bienandanzas y Fortunas de Lope García de Salazar para la Montaña y Vizcaya, en los Hechos del Clavero Monroy para Extremadura, en las crónicas de la casa de Niebla para Andalucía. No hubo otra ley que la del más fuerte: se lidio de torre a torre y de casa a casa; los caminos se vieron infestados de malhechores, más menos aristocráticos, y apenas se conoció otra justicia que la que cada cual se administraba por su propia mano.