Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
- Dela tierra catalana
- a) La que Dios no bendijo
Cataluña y Provenza estaban por sus orígenes íntimamente enlazadas. Juntas formaron parte del primitivo reino visigodo. Juntas entraron en la unidad del imperio franco. Juntas lograron, bajo los débiles sucesores de Carlo Magno, independencia de hecho y positiva autonomía. La corrupción de la lengua latina se verifico en ambas de análogo modo. Los enlaces matrimoniales, los pactos y alianzas contribuyeron a estrechar más las relaciones entre ambos pueblos, y bien puede decirse que los dos formaron uno solo, desde el casamiento de Ramón Berenguer III con la condesa doña Dulcia (año 1112), hasta los tiempos de D. Jaime el Conquistador, en que la incipiente e nacionalidad catalano-meridional, que Dios no bendijo, según la enérgica expresión de Milá, quedó definitivamente rota, abriendo paso a la gloriosa nacionalidad catalano-aragonesa, detenida hasta entonces en su progreso por la atención preferente que sus monarcas concedían a las cuestiones de sus vasallos del otro lado del Pirineo (1).
El Rosellón tan afrancesado ahora, era entonces firme antemural de España en los Pirineos orientales, y se distinguía por su aversión los franceses. Cuando en Julio de 1462 el ejército de Luis XI Invadió aquel Condado, el Obispo de Elna y los cónsules de Perpiñán resp?ndieron a las intimaciones del Conde de Foix que «primero se darían al turco que al rey de Francia». Empeñada o hipotecada por Juan II aquella parte de sus dominios, los roselloneses no cesaron de conspirar contra sus nuevos Señores, y buscaron la protección de Enrique IV de Castilla, haciéndole saber que estaban resueltos a renovar en los franceses la espantosa matanza de las vísperas sicilianas. «Una administración deplorable (dice el historiador francés que mejor ha tratado de estos acontecimientos), agravada por una política de extrema inconstancia, llevó hasta el paroxismo la aversión que los roselloneses profesaban al invasor, dando a esta aversión las proporciones de un verdadero odio nacional.» (Vid. Calmette, Luis XI, Jean II et la Révolution Catalane, págs. 137, 184, 350).
La idea de la unidad peninsular, favorecida por el espíritu del Renacimiento, había germinado en muchos espíritus, y dió grande apoyo a la añil política de Don Juan II y del Rey Católico. Expresión valiente de este españolismo son las palabras del gerundense D. Juan Margarit al recibir la noticia del alzamiento de Elna por el rey de Aragón: «Justum videtur quod Francia relin quatur Gallicis et Hispania Hispanis, et utinam fiat pax in diebus nostris.» (Templum Domini, ed. del P. Fita, página 28.) (2).
Entonces también la lengua catalana, rompiendo las ligaduras que por tanto tiempo la habían tenido sujeta a la imitación provenzal, aparece como lengua adulta y distinta, y se prepara a dar la ley a las tierras y a los mares, no con frívolos cantos de amor, sino con la voz potente de sus legisladores, de sus cronistas y de sus filósofos (3).
Lengua ciertamente grandiosa y magnífica, puesto que no le bastó servir de instrumento a los más ingenuos y pintorescos cronistas de la Edad Media, ni dar carne y vestidura al pensamiento espiritualista de aquel gran metafísico del amor, que tanto escudriñó en las soledades del alma propia, ni le bastó siquiera dar leyes al mar y convertir a Barcelona en otra Rodas, sino que tuvo otra gloria mayor, también malamente olvidada por sus panegirista: la de haber sido la primera entre todas las lenguas vulgares que sirvió para la especulación filosófica, heredando en esta parte al latín de las escuelas mucho antes que el italiano, mucho antes que el castellano y mucho antes que el francés. Tenemos en España esta doble gloria que ningún otro de los romances neolatinos puede disputarnos. En castellano hablaron por primera vez, las matemáticas y la Astronomía, por boca de Alfonso el Sabio. En catalán habló por primera vez la Filosofía, por boca de Ramón Lull.» (4).
(1) Historia de la poesía castellana en la Edad Media. Tomo I, página 111.
(2) Antología de poetas líricos castellanos. Tomo XIII, página 436, nota.
(3) Historia de la poesía castellana en la Edad Media. Tomo I, página 111.
(4) La ciencia española. Tomo III, página 17.