¿Por qué soy católico?
Tú sabes que católicos los hay en el mundo desde hace dos mil años. ¿Cómo empezaron? Al principio de nuestra era, un habitante de Palestina que se llamaba Jesús, después de una vida de profesional carpintero, se presentó ante sus compatriotas con la pretensión de ser su guía religioso. Sus enseñanzas eran sublimes, al mismo tiempo que bienhechoras. Y las confirmaba con la santidad de su vida y sus estupendos milagros. No sólo la gente sencilla, sino también los intelectuales estaban pasmados. Porque decían: ¿De dónde le viene a éste la sabiduría y el poder de hacer milagros? ¿No lo conocemos todos a él y a su familia? ¿No es notorio que no ha estudiado?
Razonablemente no cabía otra explicación que una intervención superior, una intervención divina, que acreditaba a aquel hombre como enviado de Dios, con la marca inconfundible de las obras que nadie le puede falsificar a Dios: con los milagros. Jesús se vio rodeado en seguida de una turba de necesitados de todas clases que le pedían remedio para sus males. Muchos de ellos le seguían como discípulos. Y de entre ellos eligió 12 para formarlos especialmente y para que, al faltar Él, continuaran su obra. Pero la clase dirigente judía no podía tolerar que un desconocido; no educado por ellos, les desplazara del favor popular. Cuanto más corregía su falsa religiosidad, mezclada en bastantes materias con tradiciones y enseñanzas puramente humanas, en contraposición, a veces, con los mandamientos divinos y con una auténtica religiosidad y moral, más crecía su odio contra Él. Los éxitos que innegablemente tenía les amargaban la vida. Se cegaron hasta no ver las cosas más claras: «Este hombre -decían- hace muchos milagros y todos se van tras Él». Entonces lo lógico era que, ya que reconocían los milagros, se rindieran ante ese testimonio de Dios y le siguieran también ellos, como hizo Nicodemus, aunque un poco de escondidas. Pero no, se obcecaron y no pararon hasta que lo prendieron y lo entregaron a la Autoridad romana, arrancándole la sentencia de muerte de cruz. Así murió Jesús. Pero para esto precisamente había Él venido al mundo: No sólo para enseñar a los hombres la verdadera religión, sino también para dar a Dios, con su muerte, satisfacción por los pecados de todos los hombres, mereciéndonos el perdón con su sacrificio; para devolvernos la amistad y gracias de Dios; para abrirnos a todos las puertas del cielo. Así estaba profetizado por los antiguos Profetas y así lo predijo varias veces el mismo Jesús.
Pero muy pronto Dios lo manifestó al mundo como lo que verdaderamente era, resucitándolo de entre los muertos al tercer día: es que no era un mero hombre; era además Dios: el Dios-Hombre, Jesucristo, Dios mismo, que había tomado una naturaleza humana y había venido en persona a salvar a la humanidad. Dios Padre, después de su Resurrección, le entregó en sus manos toda la creación e hizo que cielos, tierra e infierno le rindieran homenaje, aun como hombre. Jesús es EL SEÑOR.
Después de su Resurrección Jesús se apareció a sus discípulos, estuvo con ellos durante 40 días, al fin de los cuales volvió milagrosamente al cielo, de donde había venido. Pero antes dijo a sus apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura; el que creyere y se bautizare se salvará; el que no creyere se condenará». Es decir, Jesús ha operado la Redención de la humanidad. Ahora a cada uno toca aprovecharse de ella.
Diez días después, Jesús envió a sus apóstoles, reunidos con, María en el Cenáculo, el Espíritu Santo, quien llenó de sabiduría y fortaleza a aquellos hombres, hasta entonces rudos y cobardes. Así pudieron empezar a cumplir el último encargo de Jesús. Con ello quedó constituida la Iglesia católica, y quedó declarado por la misma boca del Dios-Hombre, que todo ser humano, si quiere salvarse, tiene que entrar en la Iglesia.
Católico que lees, o lector, quienquiera que seas: ya sabes por qué hay 800 millones de católicos en el mundo; ya sabes POR QUÉ HAY QUE SER CATÓLICO. Brevemente: hay que tener la religión que Dios quiere. Y Dios nos ha revelado por Jesucristo que la religión que quiere de nosotros es la fundada por Él mismo, la religión católica.
Lo que debe creer y saber el católico
En general, todo hombre a quien llega conocimiento suficiente del hecho de la Revelación divina por Jesucristo, es claro que está obligado a creer todo lo que Dios nos revela. Si no cree es porque piensa que Dios se equivoca, o nos engaña, o simplemente por rebeldía contra Dios. Y las tres cosas son gravemente injuriosas contra él. Las verdades reveladas por Dios están en la Sagrada Escritura o en la Tradición de la Iglesia instituida por Cristo. Y para que todos pudieran conocer con facilidad y certeza verdades tan importantes como son las religiosas, Cristo dotó a su Iglesia, y en concreto a su apóstol Pedro y a sus sucesores, del don de la infalibilidad. Así pues, cuando el Papa enseña con toda su autoridad cosas de la fe o buenas costumbres a toda la Iglesia es infalible y todos tienen obligación de creer en lo que enseña. Desde el principio del cristianismo se compusieron unos resúmenes de la nueva religión como contraseña para conocerse los cristianos, precisamente por el conocimiento y aceptación de las verdades contenidas en ese resumen: es lo que se llamó los Símbolos de la Fe; es lo que nosotros llamados el Credo. Todo buen católico debe no sólo creer profusamente sino también conocer cuáles son las verdades contenidas en el Credo. Expliquémoslas brevísimamente.
Las relativas a Dios, uno y Trino
Existe Dios. Dios es el Creador del mundo: del mundo de los astros y de nuestra tierra. Pero ese Dios, único que existe, no es una sola persona. Son tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tal es el misterio insondable de la Santísima Trinidad, que sólo lo sabemos porque nos lo reveló Cristo; y que, aun después de conocido, no lo podemos entender, porque excede de la capacidad de la inteligencia humana. Las tres personas son el mismo Dios: no tres dioses iguales. Tres personas son tres hombres distintos INDIVIDUALMENTE, aunque pertenezcan a la misma especie humana; pero las tres Personas divinas son el único Dios individual que es posible. ¡Misterio para nosotros incomprensible! Es claro que, siendo las tres Personas el mismo Dios, no puede la una ser mayor que la otra. Las tres son igualmente perfectas, infinitamente perfectas. Las tres merecen la misma adoración y amor.
La Creación
Dios ha creado la materia y todo lo que en el uni· verso existe. Dios creó la primera pareja humana: Adán y Eva, y los llenó de dones naturales y sobrenaturales. Pero ellos no correspondieron, desobedecieron, pecaron, perdiendo la gracia de Dios para sí y para sus descendientes. Este es el pecado original, que Cristo vino a borrar con su Sangre, redimiendo así a la humanidad.
Encarnación y Redención.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, unió a su Persona una naturaleza humana, formada milagrosamente en el seno purísimo de la Virgen María, de modo que sin dejar de ser Dios, empezó a ser verdadero hombre. Así quedó Ella constituida Madre de Dios y Jesucristo es, pues, Dios y Hombre verdadero. Sus primeros treinta años de infancia, adolescencia y juventud los pasó Jesús con su Madre y su Padre adoptivo, San José, en Nazaret, hasta que llegó la hora de realizar la obra para la que había venido al mundo: la predicación de su mensaje, su Muerte y su Resurrección, de las que ya hemos hablado.
El Espíritu Santo
La Tercera Persona de la Santísima Trinidad es el Espíritu Santo. Así como el Hijo procede del Padre, así el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo: es el mutuo Amor de ambos. Al Espíritu Santo -el Amor- se le atribuye de manera especial en la Sagrada Escritura la santificación del mundo. Él habló por los profetas del Antiguo Testamento; el Espíritu Santo descendió sobre los cristianos al recibir la confirmación. Él es el alma de la Iglesia de Cristo y mora en cada alma particular, llenándola de los dones sobrenaturales.
«SI QUERÉIS PERSEVERAR, SED DEVOTOS DE MARÍA», decía San Felipe Neri. Una fórmula sencilla y eficaz de perseverar en la fe y en el amor a María es el rezo, cada mañana y cada noche, de las TRES AVEMARÍAS. Nadie se ha arrepentido ni se arrepentirá de rezarlas.
