papa-leon-xiiiPapa León XIII, 1 de noviembre de 1885.
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La defensa de la religión católica y del Estado

  1. Es necesario renovar en nuestros tiempos los ejemplos de nuestros mayores. Es necesario en primer lugar que los católicos dignos de este nombre estén dispuestos a ser hijos amantes de la Iglesia y aparecer como tales. Han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con su profesión cristiana. Han de utilizar, en la medida que les permita su conciencia, las instituciones públicas para defensa de la verdad y de la justicia. Han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios. Han de procurar que todos los Estados reflejen la concepción cristiana, que hemos expuesto, de la vida pública. No es posible señalar en estas materias directrices únicas y uniformes, porque deben adaptarse a circunstancias de tiempo y lugar muy desiguales entre sí. Sin embargo, hay que conservar, ante todo, la concordia de las voluntades y tender a la unidad en la acción y en los propósitos. Se obtendrá sin dificultad este doble resultado si cada uno toma para sí como norma de conducta las prescripciones de la Sede Apostólica y la obediencia a los obispos, a quienes el Espíritu Santo puso para gobernar la Iglesia de Dios[31]. La defensa de la religión católica exige necesariamente la unidad de pensamiento y la firme perseverancia de todos en la profesión pública de las doctrinas enseñadas por la Iglesia. Y en este punto hay que evitar dos peligros: la connivencia con las opiniones falsas y una resistencia menos enérgica que la que exige la verdad. Sin embargo, en materias opinables es lícita toda discusión moderada con deseo de alcanzar la verdad, pero siempre dejando a un lado toda sospecha injusta y toda acusación mutua. Por lo cual, para que la unión de los espíritus no quede destruida con temerarias acusaciones, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en manera alguna compaginarse con las opiniones tocadas de naturalismo o racionalismo, cuyo fin último es arrasar hasta los cimientos la religión cristiana y establecer en la sociedad la autoridad del hombre independizada de Dios.

Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida y que están dispuestas a aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la fe católica, cosa que desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta norma los escritores y, sobre todo, los periodistas. Porque en una lucha como la presente, en la que están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para las polémicas intestinas ni para el espíritu de partido, sino que, unidos los ánimos y los deseos, deben todos esforzarse por conseguir el propósito que los une: la salvación de la religión y del Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido alguna división, es necesario sepultarla voluntariamente en el olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla con una recíproca caridad y olvidarlo todo como prueba de supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero, ayudar a la Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos. El segundo, procurar el mayor beneficio posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a causa de nocivas teorías y malvadas pasiones.

  1. Estas son, venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente dar a todas las naciones del orbe católico acerca de la constitución cristiana del Estado y de las obligaciones propias del ciudadano.

Sólo nos queda implorar con intensa oración el auxilio del cielo y rogar a Dios que El, de quien es propio iluminar los entendimientos y mover las voluntades de los hombres, conduzca al resultado apetecido los deseos que hemos formado y los esfuerzos que hemos hecho para mayor gloria suya y salvación de todo el género humano. Como auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de nuestra paterna benevolencia, os damos en el Señor, con el mayor afecto, nuestra bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra fe.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de noviembre de 1885, año octavo de nuestro pontificado.

LEÓN PP. XIII