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Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 181, febrero de 1994
La llegada a Jerusalén, la estancia en Jerusalén, es una renovación en la vida cristiana, un nuevo afán de seguir a Cristo por villas, castillos y ciudades por donde Él predicaba. Es como una vuelta a las raíces cristianas de todos los pueblos cristianos, como una vuelta del alma en busca del adorable rostro de Nuestro Señor Jesucristo: en cada esquina de aquella ciudad de paz, parece clamar el alma con la súplica: “Muéstrame, Señor, tu rostro.”
Jerusalén es ciudad de paz. Ese nombre sagrado no ha sido desmentido a pesar de haber estado sitiada en confrontaciones bélicas, cincuenta y seis veces, y haber sido arrasada hasta sus cimientos treinta y seis veces. Porque Jerusalén, imagen de la paz eterna y feliz de la gloria celestial, es hoy para todo corazón cristiano, fuente de paz. En Sión se ha afirmado el poder de Dios, en la ciudad Santa, en Jerusalén se realiza el reposo de Dios, y en ella Dios es honrado y rodeado de la gloria de un pueblo de santos.
La ciudad de la paz nos habla del que es Príncipe de la Paz. La Paz es Jesucristo. En Jerusalén penetra en el alma un río de paz que la conduce por las calles de la vida interior del alma al olvido de todo lo creado, de todo lo que sabe a erudición, cultura y sabiduría de este mundo, para sumergirse en la contemplación de Quien vivió aquí y murió aquí, para darnos vida también con nuestra muerte. Sí, estarse, contemplando, adorando, amando a quien nos abrió la intimidad de nuestra propia alma, donde se halla Él, Jesucristo, como Ser del propio ser y palacio interior donde Él ha querido vivir con su criatura.
Jerusalén, ciudad de paz, donde resuena la gran voz que consumió el sacrificio de la Cruz. Esa voz que es misericordiosa y paz y que en el interior del alma se hace ternura y abandono en el Corazón Sagrado que nos dijo: “Mi reino está dentro de vosotros.”
El alma quiere quedarse en Jerusalén. Quiere buscar los agujeros de la piedra, las cuevas de los muros, para oír, reposar, en las palabras creadoras del Príncipe de la Paz, que dice al alma: “La paz esté contigo. Yo soy.”
Sí, el alma ama a Jerusalén por encima de todas las ciudades de la tierra. El alma en la escuela de Jerusalén aprende la lección siempre nueva de la presencia íntima del Señor Jesucristo. El alma es Jerusalén. Ella es Sagrario. Ella descubre la presencia del Sagrario. Santuario del alma. Santuario del alma donde igual que en el cielo vive el Rey. De rodillas, ante el Calvario, yo vi la ciudad Santa de Jerusalén que bajaba del cielo, como una novia, engalanada para su esposo. Él vino al alma en la paz de su cruz y su resurrección.
P. José Mª Alba Cereceda SI