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El Santo Padre nos pide una vida radiante de alegría en la confesión de nuestra fe. La alegría desbordante vivida en la Plaza de San Pedro por la presencia llena de cordialidad del Papa, es la alegría que ha de inundarnos todos los días, en nuestra vida particular y en nuestra vida social. Nuestro orgullo es ser cristianos. Nuestro gozo es sentirnos católicos. Nuestra felicidad es vivir la fe de la Iglesia, de una Iglesia de mártires, de santos, de vírgenes, de lo mejor y más excelso de la humanidad.
Un santo triste es un triste santo. Que los malos se se hagan buenos y que los buenos sean alegres pedía al Señor aquella santa. Porque Dios se goza en quienes le sirven con alegría. Por eso San Pablo nos recomienda: «Gozaos siempre en el Señor. Una vez más os lo reitero: alegraos».
Nuestro mundo está triste porque se ha entregado al pecado, y recoge los frutos del pecado que son tristeza, tedio y amargura. La vida en gracia creciente y comunicante, es fuente de la alegría para el alma. Vivid siempre en gracia Dios. Luchad todas las horas del día para vivir en gracia y lucharéis por la verdadera alegría que se nutre de la libertad de los hijos de Dios.
Alimento constante para vuestra alegría interior ha de ser la confianza en el Sagrado Corazón. El mayor agravio que podemos hacerle los hombres al Señor es no tener confianza en su Sagrado Corazón. Nada ni nadie ha de arrancaros esa confianza en el Señor, que os ha de llevar a pronunciar constante esa jaculatoria que gana a Nuestro Señor por la confianza: ¡Sagrado Corazón en Vos confío! Así vuestra alegría resplandecerá ante el cielo y ante los hombres, como la del hijo que se abandona en los brazos de su padre.
A Santa Benigna Consolata le dijo Jesús: «En un instante puedo reparar el pasado de un alma, siempre que esta me trate como a Dios, o sea, que no limite mi bondad con desconfianza, no reduzca mi misericordia a su estrecha pequeñez y no mida mi amor con una medida terrena».
Así nos quiere Juan Pablo II. Llenos de alegría en profesión de la fe de la Iglesia, esa fe que se alimenta en lo profundo de nuestra alma con la confianza sin límites en el amor del Sagrado Corazón. Alegres para servir, alegres para sufrir, alegres en todo para así amar al Señor.
Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 43, octubre de 1980
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