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«Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor…» (Lc. 2, 22).
La Virgen purísima no tenía porque «purificarse», sin embargo se sometió como Jesús a la ley judía que prescribía la purificación de la madre en el plazo de 40 días. La ofrenda es la de los pobres (Ex. 13, 2; Lev. 12).
Como los deberes de un padre eran, conforme a la ley, «circuncidar a su hijo, rescatarle, instruirle en la Torá (la Ley) o estudio de la Sagrada Escritura, etc.», José ejerció sus derechos de padre presentando a su hijo Jesús en el templo; el rescate supone la liberación de una esclavitud, Jesús no podía ser rescatado por cuanto Él venía al mundo a pagar un rescate y redimirnos de nuestros pecados. Él era el Redentor del mundo, el «Hijo del Altísimo», «el Hijo de Dios», como ya el ángel se lo había revelado a María (Lc. 1, 35), y José, sabedor de ello, al presentar a Jesús y elevarlo hacia el cielo, le ofrecía ya como una Hostia Santa e Inmaculada, la que más tarde sería ofrecida en el Calvario, y Jesús sería esta misma Hostia Santa que se ofrecería como sacrificio redentor.