Loles Alba Cereceda es una de las dos hermanas menores de nuestro querido padre José María Alba Cereceda, jesuita cien por cien. San Ignacio no quería -no quiere- que sus hijos rompan los vínculos con sus familiares. Pide, eso sí, que purifiquen su afecto, lo perfeccionen y espiritualicen. El padre Alba siempre mantuvo una relación estrecha y cariñosa con su familia. Sus dos hermanas estuvieron con él hasta el final. Pocos días después de su muerte, acaecida el pasado 11 de enero de 2002, acudimos al domicilio particular de Loles, en la barcelonesa Rambla de Cataluña, para que nos hablara de aspectos de la personalidad del padre Alba que desconocíamos; sobre todo en su infancia y su juventud. Con la emoción serena en el ambiente por la reciente pérdida, Loles respondió a AVE MARIA.
-¿Puede describirnos cómo era la familia?
– Éramos mis padres, Luis Fidel y Rufina, y cuatro hermanos, Finuca, José María, Luisa y yo. La mayor de las hermanas, Finuca, murió muy joven, a los 21 años, víctima de una septicemia tuberculosa. Mi padre era contable de una empresa de tabacos y, después de un tiempo en Filipinas, fue destinado a Barcelona, antes de casarse. De ahí que la familia viviera, salvo los años de la guerra, siempre en Barcelona; primero en la calle Asturias, luego en la Travesera de Gracia, más tarde en el barrio de Horta y, por fin, tras la guerra, en esta casa. El alzamiento cogió a la familia en Santander, excepto a mi padre, que pasó a Francia, a donde se trasladó la Compañía de tabacos. Liberada la zona norte, regresó a San Sebastián, donde residimos la familia durante un año, hasta la liberación de Barcelona.
-Sin embargo, el Padre Alba nació en Cantabria.
-No solamente él, tres de nosotros nacimos allí. Por entonces no había clínicas maternales como hoy día, y se solía nacer en casa. Así, cuando mi madre iba a dar a luz, marchaba a Vargas o a Cabezón de la Sal, para estar con sus hermanas. En Vargas nació mi hermano José María, en casa del tío Luis, sacerdote.
-La suya, ¿era una familia religiosa?
-Mucho, sobre todo la rama de mi madre, los Cereceda. Mi abuela quedó viuda con nueve hijos, el mayor de los cuales tenía quince años, y eso la marcó profundamente, acercándola más a Dios. Recuerdo que mi madre contaba cómo la abuela acudía a la iglesia a las seis de la mañana Para oír dos misas, una por ella y otra por su marido.
-¿Cómo era su hermano de niño?
-Era un muchacho muy normal: movido, pero no en exceso; estudioso, pero sin llegar a ser una lumbrera. Enseguida que llegamos a Barcelona, tras la guerra, en el año cuarenta, se hizo de las Congregaciones Marianas, que dirigía por entonces el padre Bassols. Estuvo varios años de congregante, hasta que marchó al seminario de Veruela. En la Congregación dedicaba el poco tiempo que le dejaban los estudios a dar catequesis a niños pobres del Somorrostro y de Casa Antúnez, los domingos Por la mañana.

-¿Cómo nace su vocación sacerdotal y jesuítica?
-Creo que son varios los factores que contribuyeron a la vocación de mi hermano. Sin duda, la formación religiosa recibida en casa, la influencia del padre Bassols, jesuita, y las profundas convicciones forjadas en la época de congregante. Por otro lado, hay un hecho en la infancia que yo creo que le marcó el camino: cuando estalló la guerra nos encontrábamos, como ya he dicho, en Santander. A los pocos días, nuestro tío Luis, sacerdote, párroco de Astillero -un pequeño pueblo cercano a la capital cántabra-, fue detenido y conducido, primero al famoso barco Alfonso Pérez, en el que se hacinaban los presos, y luego al penal de Santoña. Durante el año y picó que duró la ocupación comunista, el tío Luis fue sometido a todo tipo de vejaciones. Hasta tal punto fue así que, cuando salió de prisión, sus hermanas apenas le conocieron y murió a los pocos días. Tenía entonces treinta o treinta y dos años. Mi hermano José María tenía entonces unos trece años, y estos hechos le impresionaron sobremanera, pues estaba muy unido al tío Luis. Estoy convencida de que lo ocurrido debió de influir posteriormente en su vocación.
-¿Cuándo comunicó su intención de marchar al seminario?
-Justo al terminar el bachillerato. Mi madre aceptó encantada, pero mi padre quiso que se asegurase en la vocación, por lo que le instó para matricularse en la Facultad de Filosofía y Letras. Acabado el primer año, mi padre le preguntó si seguía con el mismo pensamiento y, como efectivamente a sí era; dio su consentimiento.
-¿Qué recuerdos tiene de la época de seminarista?
-La verdad es que no muchos. No pudimos acompañarle ni visitarle en Veruela, puesto que por entonces mi hermana Finuca comenzó a encontrarse mal. Su enfermedad duró casi dos años, con períodos de mejoría, pero se agravó y murió el 6 de octubre de 1945. Pero sí que mantuvimos una larga relación epistolar. Escribía mucho y por las cartas sabíamos de sus progresos en el seminario; de sus tiempos de maestrillo, de sus salidas por parejas a pedir limosna… De Veruela regresó a Barcelona para continuar Filosofía en Sarriá y en Sant Cugat del Vallés (1948-1951). Después estuvo en el colegio de Orihuela, donde realizó el magisterio, y de ahí a Palma de Mallorca, para terminar en Sant Cugat, donde hizo la Teología, y donde fue ordenado el 30 de julio de 1958.
-Y de los primeros años de sacerdote, ¿guarda más recuerdos?
-Tampoco demasiados; estaba tan ocupado que, a pesar de estar destinado en Barcelona, sólo podía visitarnos un par de veces al año. Eran visitas muy entrañables, en las que siempre hablaba de sus planes de futuro. Cuando estuvo de junior en Sant Cugat era distinto: entonces todos los domingos iba la familia al completo a pasar el día con él.
-Usted estuvo a su lado en el hospital durante su enfermedad, ¿qué nos puede contar de sus últimos días con su hermano?
-No sé, muchas cosas. Pasaba días muy malos, de angustia y de desazón, pero cuando venían amigos y familiares siempre tenía una palabra de cariño y afecto. El deseaba que le dieran el alta para volver a su amado colegio junto a todos los suyos, pero tuvo mucha paciencia a la espera de la decisión del médico. Con las enfermeras, y enfermos que
tuvo en la cama de al lado, fue cariñoso y amable, y aprovechaba el momento oportuno para imponerles el escapulario del Carmen. La palabra fantástico que repetía muy a menudo, no era sino una jaculatoria que él sabía con qué intención la decía. Su pensamiento estaba centrado en su colegio, en sus infinitos proyectos, en el futuro de todos los estudiantes. Muchos que fueron a verle volvían confortados. Nunca tuvo una palabra de reproche.
La entrevista llega a su término. Loles nos invita a visitar la casa, que recorremos con creciente emoción. En la que fue la habitación del padre Alba se encuentra todavía el buró en el que estudiaba, la cama en la que dormía… Han pasado desde entonces sesenta años, pero puede respirarse aún el aroma de su espíritu apostólico.
Antonio Sáez
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