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Dice san Ignacio que el segundo ejercicio es la meditación de los pecados, y contiene en sí,
después de la oración preparatoria y dos preámbulos, cinco puntos y un coloquio. La oración preparatoria es siempre la misma: que todas nuestras oraciones, acciones y operaciones vayan dirigidas a la mayor gloria de Dios. El primer preámbulo es la composición de lugar: ver mi alma encarcelada entre brutos animales. El segundo preámbulo es la petición propia de cada meditación, pedir lo que quiero: será aquí pedir crecido e intenso dolor y lágrimas de mis pecados.
El primer punto es el proceso de los pecados es traer a la memoria todos los pecados de la vida, mirando de año en año o de tiempo en tiempo; para lo cual aprovechan tres cosas: La 1ª, mirar el lugar y la casa donde he habitado. La 2ª, la conversación que he tenido con otros. La 3ª, el oficio que he tenido.
No debemos cansarnos de pedir el crecido e intenso dolor de nuestros pecados. la conciencia se ha podrido de tal manera que ya nada es pecado: “El hombre contemporáneo experimenta la amenaza de una imposibilidad espiritual y hasta la muerte de la conciencia; y esta muerte es algo más profundo que el pecado; es la eliminación del sentido del pecado” (Beato Juan Pablo II). “Cuantas ofensas a Dios y qué pena ver que pocas almas le sirven de veras, de las que parecen suyas” (Santa Maravillas de Jesús). San Juan de Ávila: “Para todo tienes seso, y no lo tienes para esto que tanto te va, aunque te digan “infierno hay para siempre”, no obra en ti más que si no te lo dijesen… ¡Oh pecado! ¿Por qué no nos decís el mal que nos has de hacer? ” Todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de la ira y enemigos de Dios” (Concilio de Trento).
Hagamos el proceso de los pecados propios, con sinceridad y seriedad, sin disimularnos y mentirnos a nosotros mismos. No es un examen de conciencia para confesarme, sino para que, viendo los muchos pecados de mi vida pasada, alcance horror y arrepentimiento de mis pecados. Asumir la realidad de la malicia del pecado en mi propia alma. San Agustín decía: “¡Niño ya tan pequeñuelo y ya tan grande pecador! ¿Dónde, Dios mío, dónde y cuando fui inocente?” Y, en nuestra juventud, cuando las pasiones desordenadas se despiertan y quieren abrirse camino en nuestra vida ¿qué camino seguimos, el ancho que lleva a la perdición eterna o el estrecho que lleva a la felicidad eterna? En la edad madura ¿He tenido siempre ante mis ojos el fin eterno? ¿He procurado en todo mi salvación y la gloria de Dios? ¿Cómo he aprovechado las gracias actuales que Dios me ha concedido? “Mis iniquidades se multiplicaron más que los cabellos de mi cabeza” (Salmo 39, 19). “¿Cuántos son mis delitos y pecados? dame a conocer mi transgresión y mi ofensa” (Job 13,23). Recorramos nuestra vida sin prisas, despacio, pidiéndole al Señor la gracia de reconocer nuestros pecados y el aborrecimiento de todos y cada uno de ellos.
El segundo punto es ponderar los pecados, mirando la fealdad y la maldad que cada pecado mortal cometido tiene en sí, prescindiendo de la ofensa contra Dios que lo prohíbe. Al cometer un pecado el hombre y la mujer obran contra el justo juicio de su entendimiento, discurren siguiendo sus afectos desordenados y sus sentidos, abdican de su razón; se rebajan al nivel de brutos animales, haciéndose semejante a ellos.
Santa Teresa de Jesús dice: “Yo sé de una persona a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando peca mortalmente; dice aquella persona que le parece que si los hombres lo entendiesen, no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se puedan pensar para huir de las ocasiones… Por subida que esté el alma en la cumbre de la perfección, si torna atrás y a hacerse ofensas a Dios todo lo pierde. En pecando uno mortalmente todo lo pierde. Cuando el alma cae en pecado mortal, no hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan obscura y negra, que no lo esté mucho más”. El Salmo 48,1 dice: “El hombre constituido en honor no ha tenido discernimiento; se ha igualado a los insensatos jumentos y se ha hecho como uno de ellos”.
Fealdad y malicia: “Reconoce y advierte cuan malo y amargo e apartarte de Yahve” (Jer 2,19). Nuestro Señor nos dice: “Muchos bienes os he hecho ¿por cuál de ellos me apedreáis?” (Jn 10,32). Dios me ha sacado de la nada y me ha colmado de bienes y yo, al pecar, me rebelo contra Él, ofendiéndole gravísimamente. “Dos maldades ha cometido mi pueblo: ¡me ha abandonado a mí, que soy fuente de agua viva, y han ido a fabricarse aljibes, que no pueden contener las aguas!” (Jer. 2, 12-13)
Además de mi Creador, Dios es mi Padre y un Padre infinitamente misericordioso y cariñoso: “ofender a tal padre, hacer algo contra su voluntad es gran crueldad” (San Agustín). Dios nos ama con entrañas de madre. Dios no está muy lejos de nosotros, sin preocuparse de nosotros. Dios nos ama infinitamente: “¡Oíd cielos! ¡Apresta el oído tierra! Que habla Yahve: Yo he criado hijos y los he engrandecido, pero ellos se han rebelado contra mí”. Y todo por un vil deleite. Crece la maldad del pecado al considerar que el Dios que me ha creado y me ha cuidado, y me cuida como Padre, además es mi Redentor, mi salvador. Al pie de la cruz, junto con María santísima, se comprende lo que es el pecado. La Justicia divina para reparar los pecados de los hombres exigió la pasión y muerte de su divino Hijo. Pecar es pisotear la sangre de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Y pecamos en la presencia de Dios. Solo un hijo que ha perdido la razón, un desnaturalizado se puede atrever a ofender a su Creador, Padre y Redentor. Jesús, para justificarnos no encontró otra excusa: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
San Enrique de Ossó: “¿Has reflexionado alguna vez, hija mía, que cosa es el pecado? Pecado es una deliberada transgresión de la ley de Dios; un insulto hecho a Dios en su misma presencia, un acto irracional más vil que de bestia; es hacerse esclavo de las pasiones; del mismo demonio; es renunciar al cielo, y escoger el infierno por morada sempiterna. ¿Sabes tú lo que has hecho pecando? Has ofendido a una Majestad infinita; has cometido una infinita injusticia; has querido destruir una bondad infinita. Cuando pecas, llenas de amargura el Corazón bondadoso de Dios Padre, traspasas el Corazón de Cristo, crucificas a Jesucristo, tu más insigne bienhechor. ¡Cuánta malicia! ¡Cuánta indignidad y vileza! ¿Has cometido en tu vida algún pecado mortal, hija mía? ¡Qué crueldad! ¡Qué horrible fiereza! Sábete que cuantas veces pecaste, tomaste en tus manos los beneficios de Dios para con ellos golpearle, maltratarle, darle muerte si te hubiera sido posible. ¿Cuándo se ha visto tan horrible crimen y monstruosa ingratitud? ¡Dios mío! ¡Y tantas veces como he pecado! ¡Oh Dios de bondad! ¡Perdón, Dios mío! Apiadaos de mí según vuestra gran misericordia”.