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1 -La democracia, ¿no es el ideal político de todo hombre civilizado?
La palabra democracia es muy equívoca. La utilizan partidos y hombres visceralmente opuestos. Quizá nos sirvan para
aclarar y enfocar el problema las distinciones que presenta Maritain en su obra «Primacía de lo espiritual», Dice el aludido filósofo francés: «La filosofía deberá, so pena de embrollarlo todo, distinguir tres sentidos en la palabra DEMOCRACIA:
1.º LA DEMOCRACIA COMO TENDENCIA SOCIAL, recomendada por los Papas (demofilia, democracia cristiana), y que no es otra cosa que el celo por dar a las clases laboriosas, más que nunca oprimidas en el mundo moderno, condiciones de vida humanas, exigidas, no solamente por la caridad, sino primeramente por la justicia.
2.° LA DEMOCRACIA POLITICA, entendida en el sentido de Aristóteles y Santo Tomás, y que la Iglesia como la filosofía consideran como una de las formas de gobierno posibles en derecho (e indicadas o contraindicadas, de hecho, según las condiciones y las formas históricas).
3.° EL DEMOCRATISMO, o la democracia en el sentido de Rousseau, digamos el mito religioso de la democracia, que es algo muy diferente del régimen democrático legítimo. La democracia así entendida se confunde con el dogma del pueblo soberano, que unido al dogma de la voluntad general y de la ley expresión del número, constituye, al límite, el error del panteísmo político (la multitud: Dios)». Son aceptables las definiciones primera y segunda de la democracia, aquí expuestas. Pero el católico no puede profesar la democracia rousseauníana, o sea la democracia que se basa en el sufragio universal inorgánico, que promulga una ley por la simple razón de la mayoría de votos y que proclama que la autoridad proviene de la soberanía popular.
2 –Es indudable que la Iglesia, por naturaleza, es democrática.
Este lenguaje es una aplicación mimética del aspecto político, o sea, es medir la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, con categorías humanas. La Iglesia no es una democracia. La Iglesia es la Iglesia, o sea, el pueblo de Dios vivificado por el Espíritu Santo, regido por el Papa y los sucesores de los Apóstoles, sociedad visible y místicamente divinizada por la Revelación, la Santa Misa, los Sacramentos, y todo el depósito de la fe. La Iglesia no es una democracia ni una monarquía absoluta. La antinomia mayoría-minoría no tiene ningún sentido dentro de la Iglesia. ¿Algo es válido porque lo dice la mayoría o porque una minoría lo sostiene? Ni una cosa ni otra. Sobre esto el Evangelio, como en todo, es definitivo. Cuando Jesús promete y anuncia la Eucaristía, la mayoría se escandaliza. Pedro proclama y profesa su fe en Jesús. «Desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían, y dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros vosotros también? Respondióle Simón Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn. VI, 66-67). Y Pedro acierta no porque sea minoría, sino porque es fiel al Espíritu Santo. Jesús añade: «¿No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo. Hablaba de Judas Iscariote, porque éste, uno de los doce, había de entregarle» (Jn. VI, 70-71). Aquí resplandece la verdad que exponemos. Hay una mayoría que se equivoca, Pedro -minoría- que es iluminado sobrenaturalmente, y Judas -minoría- que entregará a Jesús y será el traidor. La Iglesia no funciona con la dialéctica de las mayorías y minorías, con las encuestas, con los movimientos de opinión formados de la manera que sea. La Iglesia no está fundada sobre la cantidad, sobre el número, sobre el materialismo, sobre los sufragios. La Iglesia no es democrática, según el idioma utilizado en la jerga política. Vive y se identifica con la Iglesia aquel que realmente está atento a las «palabras de vida eterna». Toda otra aplicación es profanar el misterio divino de la Iglesia.


