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En el sermón del monte, el Señor dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia porque ellos serán hartos” (Mt. 5,8) Justicia equivale a santidad. San José era un hombre justo, como dice el evangelio. Y todas las personas que practican las virtudes teologales y morales son santas. Jesús nos advierte: “Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entrareis en el reino de los cielos” (Mt. 5,20). Sólo se salvan los santos, los que mueren en gracia de Dios.
Bienaventurados los que tienen grandes deseos de ser santos y ponen los medios necesarios para alcanzar la santidad, porque no basta cualquier deseo de ser perfecto, es necesario, el deseo profundo del corazón, que deja todas las cosas de este mundo para seguir a Cristo en la vida sacerdotal, religiosa o seglar. Cristo le dice al joven rico: “Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme”. El joven no quiso ser santo tenía apego desordenado a las riquezas.
Se habla y escribe mucho de la relajación religiosa de nuestros días en todos los ámbitos. Para mí la explicación está en que muy pocos desean de verdad ser santos. Todos tendemos al mínimo esfuerzo, al estado de bienestar sin complicaciones. Sin esfuerzo personal, sin colaboración humilde con la gracia de Dios, no hay santidad. San Agustín se preguntaba cuál era la causa de que antiguamente bastaba un superior para mil o cinco mil monjes y en su tiempo no bastaba un superior para diez monjes. Su respuesta es que los monjes antiguos tenían en su corazón un vivo y ardiente deseo de ser santos y ponían todos los medios necesarios para conseguirlo con mucho fervor.
Para ser santo, pues basta querer serlo de corazón y aprovechar todas las gracias actuales que el Señor nos da continuamente. El Santo Padre Francisco lo está pidiendo a gritos ¡Católicos sed santos! El mundo necesita santos y santas.
P. Manuel Martínez Cano mCR