Contracorriente

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Imitación de Cristo XVII

24 miércoles Abr 2013

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Capítulo 23

De la meditación de la muerte

 1. Muy presto será contigo este negocio; mira cómo te has de componer.
Hoy es el hombre y mañana no parece.
En quitándolo de la vista, presto se va también de la memoria.
¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo presente y no se cuida de lo porvenir!
Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.
Si tuvieses buena conciencia, no temerías mucho la muerte.
Mejor fuera evitar los pecados que huir de la muerte.
Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana?
Mañana es día incierto, ¿y qué sabes si amanecerás mañana?

2. ¿Qué aprovecha vivir mucho, cuando tan poco nos enmendamos?
¡Ah! La larga vida no siempre nos enmienda; antes muchas veces añade pecados.
¡Ojalá hubiéramos vivido siquiera un día bien en este mundo!
Muchos cuentan los años de su conversión; pero muchas veces es poco el fruto de la enmienda.
Si es temeroso el morir, puede ser que sea más peligroso el vivir mucho.
Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.
Si has visto alguna vez morir un hombre, piensa que por aquella carrera has de pasar.

3. Cuando fuere de mañana, piensa que no llegarás a la noche; y cuando fuere de noche, no te atrevas a prometerte la mañana.
Por eso está siempre prevenido y vive de tal manera que nunca te halle la muerte inadvertido.
Muchos mueren de repente, porque «en la hora que no se piensa vendrá el Hijo del Hombre» (Lc 12,40).
Cuando viniere aquella hora postrera, de otra suerte comenzarás a sentir de toda tu vida pasada y te dolerás mucho de haber sido tan negligente y perezoso.

4. ¡Qué bienaventurado y prudente es el que vive de tal modo cual desea lo halle Dios en la muerte!
Porque el perfecto desprecio del mundo, el ardiente deseo de aprovechar en las virtudes, el amor de la observancia, el trabajo de la penitencia, la prontitud de la obediencia, la abnegación de sí mismo, la paciencia en toda adversidad por amor de Cristo, gran confianza te darán de morir felizmente.
Muchas cosas buenas puedes hacer cuando estás sano; pero cuando enfermo, no sé qué podrás. Pocos se enmiendan en la enfermedad; y los que andan en muchas romerías, tarde se santifican.

5. No confíes en amigos ni en vecinos, ni dilates para después tu salvación, porque más presto de lo que piensas estarás olvidado de los hombres.
Mejor es ahora, con tiempo, prevenir algunas buenas obras que envíes adelante, que esperar en el socorro de otros.
Si tú no eres solícito para ti ahora, ¿quién tendrá cuidado de ti después?
Ahora es el tiempo muy precioso; «ahora son los días de salud; ahora es el tiempo aceptable» (2Cor 6,2).
Pero, ¡ay dolor!, que lo gastas sin aprovecharte, pudiendo en él ganar con qué vivir eternamente.
Vendrá cuando desearías un día o una hora para enmendarte, y no sé si te será concedida.

6. ¡Oh hermano! ¡De cuánto peligro te podrías librar, y de cuán grave espanto salir, si estuvieses siempre temeroso de la muerte y preparado para ella!
Trata ahora de vivir de modo que en la hora de la muerte puedas más bien alegrarte que temer.
Aprende ahora a morir al mundo, para que entonces comiences a vivir con Cristo.
Aprende ahora a despreciarlo todo, para que entonces puedas libremente ir a Cristo.
Castiga ahora tu cuerpo con penitencia, porque entonces puedas tener confianza cierta.

7. ¡Oh necio! ¿Por qué piensas vivir mucho, no teniendo un día seguro?
Cuántos se han engañado y han sido separados del cuerpo cuando no lo esperaban!
¿Cuántas veces oíste contar que uno murió a cuchillo, otro se ahogó, otro cayó de lo alto y se quebró la cabeza, otro comiendo se quedó pasmado, a otro jugando le vino su fin? Uno murió con fuego, otro con hierro, otro de peste, otro pereció a manos de ladrones; y así la muerte es fenecimiento de todos, y la vida de los hombres se pasa como sombra rápidamente.

8. ¿Quién se acordará de ti, y quién rogará por ti después de muerto?
Haz ahora, hermano, haz lo que pudieres, que no sabes cuándo morirás; no sabes lo que te acaecerá después de la muerte.
Ahora que tienes tiempo, atesora riquezas inmortales.
Nada pienses fuera de tu salvación y cuida solamente de las cosas de Dios.
«Granjéate ahora amigos», venerando a los santos de Dios e imitando sus obras, «para que cuando salieres» de esta vida «te reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9).

9. Trátate como huésped y peregrino sobre la tierra a quien no le va nada en los negocios del mundo.
Guarda tu corazón libre y levantado a Dios, porque aquí «no tienes domicilio permanente» (Heb 13,14).
Allí endereza tus oraciones y gemidos, cada día con lágrimas, porque merezca tu espíritu, después de la muerte, pasar dichosamente al Señor. Amén.

Catecismo Social IV

13 miércoles Mar 2013

Posted by manuelmartinezcano in Uncategorized

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7 -¿Qué entendemos por alma? El alma es, según Aristóteles «aquello por lo cual en último término, la fotovivimos, sentimos, nos movemos y entendemos». O sea, el alma es lo que nos hace obrar racionalmente, así como sentir, pensar, querer y querer con libertad. El alma es lo que da unidad de ser y de operación. El secreto radical del pensar y del existir. Y el alma está unida al cuerpo en todos los planos de la naturaleza y de la gracia. Por esto el hombre necesita comer y trabajar, divertirse e investigar, pero también pensar, y mediante todo este conjunto divinizarse por la gracia que nos alcanzó Jesucristo con su Redención.

8 ¿Cómo es el alma?

El alma goza de unicidad, sustancialidad, espiritualidad, simplicidad e inmortalidad. Es única porque rige toda la vida vegetal, sensible, intelectual del hombre. Es sustancial porque es el soporte de todo el hombre. La separación de alma y cuerpo, produce la muerte del cuerpo. Y el alma es espiritual, o sea, es capaz de la abstracción, de captar conceptos inmateriales, de sentir la atracción por lo que está por encima de todo el universo. Esto reclama la simplicidad del alma, que no puede estar compuesta de lo que se pesa, de lo que se mide, de lo que se toca, de lo que se divide. Y explica que el alma debe ser inmortal. El fondo más profundo del hombre reclama la felicidad, el premio, el castigo, la justicia. Estos postulados exigen la inmortalidad del alma. De otra suerte Dios no sería ni bueno, ni omnipotente, ni sabio, ni justo. Imaginar esto, es pura blasfemia. Y lo que la inteligencia humana toca como infaliblemente reclamado por su propio ser, y esto avalado por el consentimiento de todos los tiempos y de todos los pueblos con una convicción irrefutable, maravillosamente responde a la realidad. Jesucristo, en su Encarnación, vino para que los hombres se hicieran dignos de la felicidad inmortal del alma. Recordemos estos textos evangélicos: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero el alma no la pueden matar> (Mt. X, 28). «Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos» (Mt. XIX, 17). «¿Qué aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mt. XVI, 26). «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc, XXIII, 43).

9 ¿ Cómo somos los hombres y cómo es Dios?

Los hombres no somos buenos, como enseñan Rousseau y el liberalismo. Los hombres no somos malos, como afirman Lutero y todos los pesimistas. El hombre es libre, víctima de consecuencias del pecado original que le hacen ignorante, apasionado, concupiscente, pero que con la razón recta y, sobre todo, con la gracia, es superior a cualquier tentación. Ni esencialmente bueno, ni fatalmente malo. Sino dotado de una libertad perfectible y guiada para liberarnos meritoriamente de nuestras luchas y así cumplir perfectamente nuestros deberes con Dios, el prójimo y nosotros mismos. Y Dios, ¿cómo es? Dios es infinitamente Amor. Lo más cierto y claro que podemos decir de Dios es esto: ¡Qué bueno es Dios! Dios me ama. Cuando nos convencemos de esto, dichosamente nos enamoramos de Dios. Y ya en esta vida participamos de migajas de verdadera felicidad. Y el que ama a Dios le adora, le da gracias, le pide, se arrepiente de sus pecados. La desgracia del hombre es enamorarse de sus vicios, de sus miserias, de las cosas, de la materia. Entonces nos convertimos en unos desdichados que vamos vagabundeando por el laberinto de la sinrazón. No basta saber que existe Dios. Hay que enterarse de que Dios nos ama a cada uno personalmente con amor infinito. Y, oportunamente, tenemos la clave de todos los problemas. Porque amar a Dios alegra y pacifica nuestro interior. Así como el ateísmo y el indiferentismo sólo producen oscuridades, mala conciencia y amarguras.

10 En definitiva, ¿cuál es el fin de la vida humana?

Al hombre, además de haberle dado la vida natural, Dios le ha elevado a la vida sobrenatural. Esta maravilla se realiza en el sacramento del Bautismo. Aquí podemos recordar lo que nos dice el evangelista San Juan: «Mirad qué amor más entrañable nos ha manifestado el Padre, pues ha querido que nos llamáramos hijos de Dios y lo somos en efecto» (1 Jn., III, 1). Por eso el cristiano, al mismo tiempo que desarrolla los bienes naturales -la cultura, la técnica, el trabajo, las artes, el deporte, la investigación-, pone su acento en la evolución y plenitud de la vida sobrenatural. Esta no es un freno para el progreso humano, en su sentido verdadero, sino la que le da una trascendencia por encima de toda cortedad temporal y transitorio quehacer. Con la gracia santificante -participación de la vida divina- nos convertimos en hijos de Dios. Y el mundo es el taller en donde se lucha y se alcanza esta talla divina de nuestra existencia.

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