Simón nació en Betsaida, una aldea campesina y marinera, en la orilla del lago Tiberíades. Vivía con su esposa y se ganaba la vida con la pesca. Es san Juan quien nos narra el primer encuentro de Simón con Jesús: “Andrés halla a su, hermano Simón con Jesús y le dice: hemos hallado al Mesías, que quiere decir Cristo. Le condujo a Jesús que, fijando en él la vista, dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan, tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (JN 1, 41-42).

San Pedro, a la primera llamada de Jesús, deja todo lo que tenía y le sigue. Fogoso,, sencillo, vehemente, fiel, generoso y de gran Corazón, el Señor le promete el primado universal, de la Iglesia. Después de la pesca milagrosa, dijo Jesús a Simón: “No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres” (Luc 5, 10); “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre eta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto desatases en la tierra será desatado en los cielos”. (Mt. 16, 18-19).

Presuntuoso y casi infantil, Pedro le dice a Jesús en la última Cena:: “Señor, preparado estoy para ir contigo no sólo a la prisión, sino a la muerte. Jesús le dijo: Yo te aseguro, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes que tres veces hayas negado conocerme” (Lc. 22,33-34).

Y Pedro fue el único apóstol que defendió con la espada a Jesús en el huerto de Getsemaní. Pero, como los demás discípulos, se acobardó y huyo. Rectificó y siguió a Jesús de lejos. Y tal y como Jesús le anunció, le negó tres veces en la casa del sumo sacerdote (Lucas 22, 54-62). Y al instante cantó el gallo. “Vuelto el Señor, miró a Pedro. Y Pedro se acordó de la palabra del Señor, cuando le dijo: Antes que el gallo cante hoy me negarás tres veces; y saliendo fuera lloro amargamente”. (Luc. 22, 61-62).

En las revelaciones que tuvo la beata Ana Catalina emmerich, transcritas en su obra “la amarga pasión de Cristo”, la Virgen María, pregunto: “simón, que ha sido de Jesús, mi hijo”. Y estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma, de forma que no pudo resistir su mirada y le dio la espalda retorciéndose las manos; pero María se acercó a él y le dijo con profunda tristeza: “Simón, hijo de Juan, ¿Por qué no me respondes? Entonces Pedro exclamó llorando: “¡Oh María! Tu Hijo está sufriendo más de lo que puedo expresar, no me hables. Ha sido condenado a muerte, yo he renegado de El tres veces”

¡No te negaré!, Pedro mostró su presunción al contradecir al Señor, jactarse de su valentía y anteponerse a los demás: “aunque todos se escandalicen, yo no. Estoy preparado para ir contigo a la cárcel y a la muerte”. No imitemos a Pedro, en su soberbia y presunción. Desconfiemos totalmente de nosotros mismos y, a la vez, confiemos absolutamente en el Señor. Sin la gracia, no podemos nada, pero con la gracia de Dios lo podemos todo, hasta dar la vida por Cristo. Contra presunción, humildad.

Pedro negó al Señor, fue un cobarde, un traidor, no confiemos en vuestras fuerzas o en nuestra inteligencia. Pedro se durmió en el huerto de Getsemaní, a pesar de que el Señor le dijo que velase e hiciese oración. Nunca dejemos nuestra oración, nuestra Adoración Nocturna. Estemos siempre unidos al Señor. Que las cosas de este mundo no nos alejen de nuestras obligaciones para con dios y la Iglesia. No sigamos a Jesús de lejos. No seamos negligentes. Cristo va al calvario por nuestros pecados. Acompañémosle cada día, cada hora, unidos en la oración, el sacrificio, el apostolado.

San Pedro, fue el apóstol que más dones recibió del Señor, hasta le advirtió de su caída y su traición. ¿Cómo es posible que ante la pregunta de una criada le niegue? El, que había dicho que Jesús era el Hijo de Dios. Hay circunstancias en nuestra vida que debemos evitar, si nos ponemos en ocasión de pecado, pecaremos. Como los monjes, religiosos y religiosas tienen sus reglas y constituciones, que deben cumplir para ser santos, todos debemos tener un horario de vida espiritual que nos acerque al Señor y nos separe del mundo.

Pero san Pedro “volvió en si” (Lc. 15, 17) al contemplar la mirada cariñosa y tierna de Jesús. Y sus lágrimas purificaron su corazón. Conversión inmediata sincera y constante por la que siempre fue fiel a su divino Maestro. La Virgen refugio de pecadores y madre de los humildes, oídas las palabras de Pedro, le confortó y le animó para que siguiera firme en la misión que Jesús le había encomendado.

Efectivamente, apenas resucitado, Cristo se le apareció en la ribera del lago de Tiberíades y le confirmo en su misión, sin exigirle más que una triple manifestación de amor: “¿Me amas más que estos?”. “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas, apacienta mis ovejas”. San Pedro, fue el primer Vicario de Cristo en la tierra, el primer Sumo Pontífice, el primer Papa. Nuestro Rey y Señor, no solo perdona nuestros pecados, también los olvida y nos da la gracia que necesitamos para ser santos, para ser otros Cristos.

Jesús le anunció a Pedro con que muerte iba a Glorificar a Dios. Llego a la capital del imperio romano hacia el año 42. En el 64 Nerón emprendió una gran persecución contra los cristianos. Muchos fueron martirizados y otros huyeron convenciendo a san Pedro que les acompañara. Cuando huía de Roma, se le apareció Cristo con la cruz a cuestas. Pedro dijo “¿Quo Vadis?” Señor ¿A dónde vas? Y Cristo, le contestó: “A Roma para ser crucificado”. Pedro atendió perfectamente, volvió a roma y allí fue crucificado cabeza abajo, donde hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre. Era el año 67.

Con San Pedro, Vicario de Cristo, confesemos intrépidamente, hasta la muerte: “tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo”,¡ ¿Viva Cristo Rey! ¡Viva María Reina!

 

                                                      P. Manuel Martínez Cano mCR