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El Santo padre Francisco pide que defendamos a la Iglesia con valentía: “protegerla del príncipe de este mundo (el diablo) y lo que el diablo quiere, es que la Iglesia se convierta en más mundana ¡Este es el mayor peligro! Cuando la Iglesia se vuelve mundana, cuando tiene dentro de sí el espíritu del mundo”. He predicado y escrito muchas veces que el peor enemigo del alma es “el mundo”. En todos los catecismos que he leído aparece siempre como el primero de los tres enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne.

No olvidemos que Nuestro Señor Jesucristo, le pide al Padre eterno que nos libre del mundo. “El mundo”, es todo aquello que se puede comprar con dinero, usándolo desordenadamente. Y se caracteriza por una mentalidad particularmente sensible a las tentaciones del egoísmo, la vanidad, hedonismo y la tibieza. Muchos medios de comunicación social difunden constantemente un estilo de vida mundano, inspirado por el príncipe de este mundo, el diablo.

El hombre moderno, que ha sido creado para amar a Dios y al prójimo, incluso al enemigo, se deja arrastrar por el mundo: gastos superfluos, espectáculos obscenos, modas inmorales, leyes antihumanas, drogas…. Nada mundano puede llevar un corazón cristiano. Nada puede suplir el amor de Dios. Es verdad que todo lo que Dios ha creado es bueno; que hemos de divertirnos, vestirnos, comer y beber… pero siempre según la ley divina, resumida en los diez mandamientos de la ley de Dios y los cinco de la santa madre Iglesia.

Las cosas mundanas, nos apartan de Dios. No es posible la amistad íntima con nuestro Padre del Cielo sin la lucha constante contra el “hombre viejo”, que nos dice san Pablo. Quien se obsesiona con las cosas mundanas, se inutiliza para la vida de perfección cristiana. No goza de la libertad necesaria para amar a Dios y al prójimo de todo corazón. Las cosas mundanas, cosifican al hombre que se convierte en una cosa más. Sin la necesaria, mortificación y penitencia es imposible la vida amorosa entre las almas y Dios.

Para combatir la mundanidad la Iglesia nos propone la práctica de la oración, el ayuno y la limosna. La limosna cristiana por amor a Cristo en los pobres, no debe reducirse a la entrega de unas monedas a un indigente. La madre de los pobres más pobres, beata Teresa de Calcuta, decía que hemos de dar hasta que nos duela. La práctica de la caridad cristiana exige mucho más que dar limosna. Obliga al católico a amar al prójimo, escucharle, darle afecto, un consejo, compañía…..

San Pablo advertía a Timoteo de que “el amor al dinero es la raíz de todos los males” (Tim 3, 10). Ya el Antiguo Testamento exhortaba a dar limosna: “Haz limosna y no se te vayan los ojos tras lo que das. No apartes el rostro de ningún pobre. Y Dios no los apartara de ti. Si abundares en bienes, haz de ellos limosna, y si estos fueran escasos, según tu escasez, no temas hacer limosna” (Tob. 4,7). Amemos a Dios y al prójimo no al dinero y no caeremos en la “mundanidad”.

Nuestro Rey y Señor, dice: “Venid benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me distéis de comer” (Mt. 35-40). A los que no dan de comer a los pobres, Cristo les dice: “id malditos al fuego eterno”. También nos dijo el Señor: “bienaventurados los pobres”. Seamos pobres de espíritu y repartamos nuestros bienes a los necesitados que es, cabalmente, todo lo contrario de lo que hacen los que se dejan arrastrar por las cosas mundanas y vanas.

El apóstol de la caridad nos dice: “El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra las entrañas ¿Cómo mora en él la caridad? Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad”. San León Magno dice: “La devoción que más agrada a Dios es la de preocuparse de sus pobres”. Un apotegma de los Padres del desierto afirma: “poseer sólo lo que no se pierde al morir”. Con estas palabras lo decía la abuela del Santo Padre Francisco: “El sudario no tiene bolsillos”.

 

P. Manuel Martínez Cano, mCR