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San Pablo dice a los Filipenses: “Todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo” (Fil. 3,8). Conocer, amar y servir a Cristo, esa es la meta del cristiano, la santidad. El mismo Señor lo dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Es Verdad que debemos estudiar y saber nuestra fe, formarnos bien en el dogma, la moral, la historia de la Iglesia, etc. Pero teniendo muy presente lo que dice la Imitación de Cristo: “el día del juicio no nos preguntarán que leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos, sino cuán honestamente vivimos”. San Juan de la Cruz lo dice con estas palabras: “Al atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor”.
Cristo nos dice que debemos ser sal de la tierra y luz del mundo. Y el Santo Padre Francisco, nos ha dicho que: “donde está Jesús hay humildad, amabilidad y amor”. Los discípulos del Señor tenemos que ser humildes y amables con el prójimo; tenemos que transmitir la luz de Cristo a este mundo donde reinan las tinieblas, ser testimonios vivos de Cristo. No basta con saber la doctrina evangélica, porque “se puede conocer todo, se puede tener ciencia de todo y de esta luz sobre las cosas. Pero la luz de Jesús es otra cosa” (Papa Francisco). Es la luz de la verdad, el amor, la misericordia… la luz divina.
El Papa nos advierte que “el diablo muchas veces viene disfrazado de ángel de la luz: a él le gusta imitar a Jesús y se simula bueno, nos habla tranquilamente como ha hablado a Jesús después del ayuno en el desierto”. Para no ser engañados por el diablo, viviremos siempre en compañía de la Virgen María. Ella aplasta la cabeza de Satanás y protege a sus hijos bajo su manto maternal.
San Ignacio de Loyola nos recuerda que hemos sido creados para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar el alma. Salvar eternamente nuestra alma y muchas más. Es lo único importante. A los setenta y dos discípulos que vuelven a Jesús llenos de alegría, diciéndole: “Hasta los demonios se nos sometían en Tu nombre” El Señor les dice: “No os alegréis de que los espíritus os estén sometidos; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en los cielos”. Alegrémonos, porque esta vida temporal es “una mala noche en una mala posada”, como decía santa Teresa de Jesús. Lo único importante es la vida de eterna felicidad del Cielo.
P. Manuel Martínez Cano, mCR