Dice santa Teresa de Jesús que: “Era muy devota de la gloriosa Magdalena, y muy muchas veces pensaba en su conversión”. Pensemos y meditemos en la conversión de María Magdalena, que fue una gran pecadora y la primera que recibió el consuelo de ver a Jesús resucitado.

 

La petición general de siempre.

La composición de lugar, ver a María Magdalena a los pies de Jesús, en la casa del fariseo, llorando y besando los pies del Señor que enjugaba y ungía con el ungüento.

Petición: María Magdalena intercede por mí ante el Señor. Jesús, yo también soy un gran pecador, purifica mi alma con la sangre preciosa derramada por mí en tu pasión y muerte.

 

La historia la trae san Lucas 7, 36-5:

“Era una mujer pecadora”, que oyó hablar de Jesús y quiso conocerlo. Y, superando todos los respetos humanos y costumbres sociales, entra en la casa del fariseo, penetra hasta la casa del convite y se postra ante los pies de Jesús. Contrición perfecta de Magdalena que quiso demostrar su amor a Jesús, no con palabras, sino con cariñosos besos a sus divinos pies, ungiéndolos con ricos perfumes que habían sido su orgullo y vanidad, y enjugándolos con sus cabellos. El corazón de Jesús se conmovió.

 

El fariseo pensó que si Jesús era un profeta no se debía haber dejado tocar por una pecadora. Y Jesús da a Simón la lección suprema de la caridad: “Te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho”. Santa Teresa de Jesús exclama: “¡Oh qué buen Dios! ¡Oh que buen Señor y qué poderoso! ¡Sus palabras son obras!”. Si queremos que sean perdonados nuestros pecados, como la Magdalena hemos de amar mucho, con todo el corazón, a Jesús. Dios mío, te amo con todo el corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas.

 

Jesús, enternecido, miró cariñosamente a María Magdalena y: “le dijo: Tus pecados están perdonados. Comenzaron los convidados a decir entre sí ¿quién es este para perdonar los pecados? y dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz”. Las palabras del Señor inundaron su alma de paz, gozo y alegría. La gran pecadora, purificada y libre de las cadenas de los pecados, se une al grupo de las santas mujeres que asisten a Jesús: “Jesús yendo por ciudades y aldeas, predicaba y enseñaba el reino de Dios. Le acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades. María, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa; administrador de Herodes, y Susana y otras varias, que le servían de sus bienes” (Lucas 8, 1-3).

 

Seguir a Jesús, servirle, fue para María Magdalena la gran felicidad que siempre había deseado su corazón. Amaba a Jesús con todo su corazón, tenía una deuda extraordinaria que pagar y siguió siempre todas sus pisadas con los discípulos y las mujeres. Vivió los principales acontecimientos de la vida de Cristo: milagros, pasión, muerte y resurrección de su Maestro. Nunca tuvo miedo porque su amor a Jesús fue la razón de toda su vida. Galilea, Fenecia, Decápolis, Judea, Jerusalén. Santa teresa de Jesús, exclama: “¡Cuánto debió pasar la Magdalena al lado de la gloriosa Virgen! ¡Qué de amenazas, qué de malas palabras! ¡Y que de encontrones y qué de sentimientos! ¡Pues con qué gente lo había tan cortesana, si lo era del infierno, que eran ministros del demonio!”

En “la Amarga pasión de Cristo”, la beata Ana Catalina Emmerich, dice: “La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María, hija de Cleofás y María Salomé, habían ido desde el cenáculo hasta la casa de María, la madre de Marcos… Durante esta agonía de Jesús en el huerto, vi a la Santísima Virgen destrozada por el dolor y la angustia de su alma en casa de María, la madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa postrada por la pena, con todo el cuerpo apoyado en sus rodillas… Cuando la Santísima Virgen volvió en sí entre los brazos de Magdalena y Salomé… Cuando Juan llegó a casa de Lázaro y le contó el horrible espectáculo a que había asistido le pidió que, junto con la Magdalena y alguna de las santas mujeres acompañaran a la Virgen al lugar donde Jesús estaba sufriendo… En la esquina de un edificio, no lejos de la casa de Caifás, esperaba la Madre de Jesús, junto con Juan y Magdalena esperando verlo, y dijo a Juan y a Magdalena: “Sigamos a mi Hijo a casa de Pilatos; tengo que verlo con mis propios ojos… ella cayó totalmente inconsciente. Juan y Magdalena se la llevaron.

 

Cuando Jesús es llevado de Herodes a Pilato la Santísima Virgen, su hermana mayor María, la hija de Helí, María hija de Cleofás, Magdalena y alrededor de veinte santas mujeres se habían colocado en un sitio desde donde podían verlo todo… Habiéndose apartado la muchedumbre, la Virgen María y Magdalena se acercaron al sitio donde Jesús había sido azotado. Escondidas por las otras santas mujeres y por otras personas bien intencionadas que las rodeaban, se agacharon cerca de la columna y limpiaron por todas partes la Sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había manchado… Cuando clavaron los clavos a Jesús, Magdalena estaba fuera de sí. Se despedazaba la casa: sus ojos y sus camillos estaban sangrientos”.

 

San Juan narra la aparición de Jesús a María Magdalena (20, 1-18) que termina con estas palabras: “María Magdalena, fue a anunciar a los discípulos: He visto al Señor, y las cosas que le había dicho”. La que fue gran pecadora fue la primera que anunció la resurrección de Cristo. La primera misionera de Cristo Rey resucitado. Aprendamos de ella a proclamar siempre y en todas partes la verdad de Cristo resucitado. Vivamos con su fervor, su constancia, su entrega generosa, su amor a Cristo. Si la imitamos, también nosotros oiremos nuestros nombres, pronunciados por nuestro Dios y Redentor.

 

Un coloquio con el Señor pidiéndole que nos de la alegría que sintió María Magdalena al verlo resucitado. Alegría que debemos difundir entre familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo…

 

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