“Quas primas” del Sumo Pontífice Pío XI sobre la fiesta de Cristo Rey (II)

 I. La realeza de Cristo

Sentido metafórico

Ha sido costumbre muy generalizada ya desde antiguo llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, por el supremo grado de excelencia que posee y que le levanta sobre toda la creación. En este sentido se dice, en primer lugar, que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por su excelsa inteligencia y el grado extraordinario de sus conocimientos cuanto por ser Él la misma Verdad y por la necesidad que tienen los hombres de beber en Cristo la verdad y aceptarla de Él con rendida obediencia. Se dice, en segundo lugapio_xir, que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en Cristo la voluntad humana responde con entera perfección y sometimiento completo a la santidad de la voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad, encendiendo en ella los más nobles propósitos. Finalmente, se afirma que Cristo reina en los corazones porque con su supereminente caridad, con su mansedumbre y benignidad, se gana el amor de las almas; y porque ningún hombre ha sido ni será nunca tan amado por toda la humanidad como Cristo Jesús. Sin embargo, para delimitar con más exactitud el tema, es evidente que también en sentido propio hay que atribuir a Jesucristo hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo como hombre se puede afirmar de Cristo que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino; ya que como Verbo de Dios, identificado sustancialmente con el Padre, posee necesariamente en común con el Padre todas las cosas y, por tanto, también el mismo poder supremo y absoluto sobre toda la creación.

 

Sentido propio

 

La realeza de Cristo está afirmada a cada paso en la Sagrada Escritura. Se le llama el dominador que ha de nacer de Jacob; se dice de Él que ha sido constituido por el Padre Rey sobre el monte santo de Sión y que recibirá las gentes como herencia y como posesión los confines de la tierra, y el salmo nupcial que, bajo la imagen de un rey opulento y poderoso, cantaba al que había de ser el verdadero Rey de Israel, contiene esta frase: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de tu reino es cetro de equidad. Omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, al trazar las principales líneas de la figura de Cristo, se predice que su reino, carente de todo límite, estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y habrá mucha paz… Dominará de mar a mar, del río hasta cabos de la tierra. A este testimonio se añaden los vaticinios, más completos todavía, de los profetas, principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, que tiene sobre su hombro la soberanía, y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de paz, para dilatar el imperio y para una paz ilimitada, sobre el trono de David y sobre su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y la justicia desde ahora para siempre jamás. Los vaticinios de los demás profetas coinciden con el de Isaías. Jeremías predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, y este hijo de David reinará prudentemente y hará derecho y justicia en la tierra. Daniel anuncia que el Dios del cielo fundará un reino, que no será destruido jamás… y permanecerá para siempre; y poco después añade: Seguía yo mirando en la visión nocturna, y vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre, que se llegó al anciano de muchos años y fue presentado a éste. Fuéle dado el señorío, la gloria y el imperio y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno, que acabará nunca, y su imperio, imperio que no desaparecerá. Y las palabras de Zacarías que profetizan el rey manso que, subiendo sobre un pollino hijo de asna, había de entrar en Jerusalén, justo y salvador, entre las aclamaciones de las turbas ¿no fueron comprobadas por los santos evangelistas?

Por otra parte, esta doctrina de la realeza de Cristo que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, no desaparece en los textos del Nuevo Testamento; todo lo contrario, se halla confirmada en éstos con una luminosa brillantez. En este punto, y mencionando de paso el mensaje del arcángel que advirtió a la Virgen que daría a luz un hijo, a quien Dios había de dar el trono de David, su padre, que reinaría en la casa de Jacob sin que su reino tuviera fin, es el mismo Cristo el que da testimonio personal de su reino en tres ocasiones: en su último discurso al pueblo, al hablar de los premios y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los condenados; en su respuesta al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era rey, y, finalmente, después de su resurrección, al comunicar a los apóstoles la misión de enseñar y bautizar a todas las gentes. Siempre que tuvo ocasión, Cristo se atribuyó el título de Rey, confirmó públicamente su realeza y declaró solemnemente que le había sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. ¿Qué otro significado pueden tener estas expresiones que la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? No debe extrañar, por tanto, que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra, y que Cristo, según la visión profética del Apocalipsis, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan. Porque, como el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas, es necesario que Cristo reine, hasta que, al fin de los siglos, ponga a todos sus enemigos bajo los pies del Padre.

De esta enseñanza común a todos los Libros Sagrados se siguió, como consecuencia necesaria, el hecho de que la Iglesia católica, reino de Cristo en la tierra, destinado a extenderse a todos los hombres y por todas las naciones, celebrase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como Rey, Señor y Rey de los reyes. Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos sacramentarios usó la Iglesia de estos títulos honoríficos que con una admirable variedad de expresiones significan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en el rezo del oficio divino y en el santo sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza de la realeza de Cristo Rey se descubre fácilmente la bellísima unidad de nuestros ritos y los ritos orientales, de tal manera que también en este caso tiene perfecta realización el axioma de que la norma de la oración constituye la norma de la fe.