El 20 de julio de 1962 fallecía la popular e inolvidable Raquel Meller. Pero la figura y el recuerdo de la tonadillera de la «Violetera» y del «Relicario» no pasará. Y es que el recuerdo de Raquel no puede desaparecer ni del arte ni del recuerdo de las generaciones. «Raquel Meller -decía Manuel Bueno- es la maga lírica de nuestra escena. El encanto de su voz supera en poder sugestivo a todas las músicas». Nuestro Jacinto Benavente decía ingeniosamente: «EI arte de R
aquel me sugiere siempre la misma pregunta: ¿Dónde habrá aprendido este ángel tanta diablura?» Amadeo Vives, el autor de mil «Maruxa» y «Doña Francisquita» emitía este juicio sobre la genial canzonetista: «Raquel Meller, es, sobre todo, unos ojos, un gesto y una voz. Tiene a veces algo de sol y de luna, de clavel y de rosa, de feria, serenata y pavana. Es una feliz mezcla de pasión, sentimiento y fantasía, de mujer de carne y mujer de ensueño. Por eso todo en ella se hace misterio, porque uno no se explica cuál es la divina aleación que hace posible la convivencia de tan diversos elementos en un solo milagro que se llama Raquel Meller». Pero aparte de su arte impar, de sus genialidades, de sus fallos, hay en Raquel Meller un aspecto poco conocido, digno de ser recordado en esta ocasión. La Raquel Meller de los inmensos triunfos era mujer de fe. En sus últimos años vivió con verdadero fervor religioso. Quien la conoció de verdad en su manera de pensar y de sentir nos ha proporcionado el texto de una carta de Raquel Meller, que escribió a quien fue su empresario en diversas actuaciones en nuestra ciudad, al encontrarse gravemente enfermo.
PRECIOSO DOCUMENTO
«Muy señor mío y amigo: Casualmente supe con gran pena de mi corazón, que usted se hallaba algo delicado de salud. Me apresuré al punto para tener noticias suyas y telefoneé a su casa. Han pasado algunos años desde aquel día que, por primera vez, la Providencia nos puso a los dos en el mismo camino de nuestra vida: usted el gran empresario y yo la pequeña actriz cantante que prometía… Vinieron los éxitos, los aplausos, la popularidad… Pero como todo lo de este mundo, ya ha pasado. ¿Qué queda de todo?… Sólo el recuerdo y ahora, ante nosotros, una realidad: una vida que se nos acaba; cada día que pasamos, un paso más hacia la eternidad. ¡Qué realidad tan tremenda! Mucho consuelo me causó cuando supe que en su enfermedad, y en esos momentos críticos, puede usted tener a su lado un sacerdote jesuita. Dichosísimo usted si sabe afrontar con valentía y resignación cristiana esos momentos y aprovecha los instantes que el Señor concede de vida para reconfortar su espíritu y purificar su alma. Todos los días oigo la Santa Misa y comulgo. Por experiencia, pues, sé lo que conforta el alma recibir a Jesucristo en la comunión. Usted no se contente con una sincera confesión, sino busque unirse a Jesucristo íntimamente en la Eucaristía. Que cuando llegue el momento de pasar del tiempo a la eternidad, le halle bien preparado y unido a Él. Sí, es Raquel Meller la que así habla… Ya sé que el mundo, que sabe mucho de exterioridades y poco de vida de las almas, me juzga a través de la Violetera, del Relicario… ¡Qué me importa que así sea! Una persona no es más buena ante Dios porque la gente le alabe, ni es peor porque la vitupere. Somos lo que somos en realidad ante los ojos omniscientes del Creador. Y esto, no otra cosa, nos ha de importar: que si hemos sido pecadores, ahora como hijos pródigos, queremos, arrepentidos volver a casa del Padre… ¡Qué vanas y mezquinas son todas las cosas de este mundo…! ¡Dichoso el hijo, que aun cuando se haya apartado un día de su padre no se olvida que lo tiene y puede volver! Por desgracia, ¡cuántos hijos por este mundo volvieron las espaldas a Dios Padre y no quieren encontrar el camino de vuelta! Adiós. Perdone me haya atrevido a escribirle estas líneas, que más que carta parece sermón. Si en este mundo no nos volvemos a ver, que en el cielo sea nuestro encuentro. Servidora estrecha su mano, RAQUEL».
ACTITUD EJEMPLAR
Raquel Meller se preocupó de lo más importante que tenía aquel empresario, amigo suyo. Y en la hora de la muerte, además de los cuidados médica y familiar, LO MÁS IMPORTANTE para el enfermo es que se prepare para recibir los Sacramentos. Un médico famoso acaba de decir: Es cosa cierta que la recepción de los Sacramentos para los enfermos les hace un bien inmenso. Les ayuda incluso para curarse. En todo caso les da una paz muy grande para los últimos momentos. Los únicos que se ponen nerviosos son los familiares que tienen poca fe.
Procuremos que ningún familiar nuestro, vecino, compañero de trabajo, muera sin Sacramentos. Será el mejor favor que le podremos hacer. El que nos agradecerá por toda la eternidad. En cambio es un acto de crueldad de la peor especie el que aquella familia que no se interesa por el alma de un ser que tenía obligación de querer. Raquel Meller, ahora desde la eternidad, nos canta la canción del mejor amor.
PROHIBIDO DESESPERARSE
En la vida de don Orione -un sacerdote italiano verdaderamente extraordinario- hay un episodio impresionante. Una noche de invierno se encontraba predicando en la iglesia parroquial de Castelnuovo Scrivia, abarrotado de fieles, llegados hasta de los pueblecitos cercanos. Argumento del sermón era la misericordia de Dios tema predilecto de muchas de sus predicaciones. Para demostrar la grandeza del sacramento de la penitencia prorrumpió en esta frase: «Aunque un hijo hubiese llegado a un grado tal de maldad que hubiera echado veneno en el plato de su madre para matarla con tal que se arrepintiese de ello sinceramente, obtendría de Dios el perdón».
Terminada la función religiosa él se dirigió apresuradamente a la parada del tranvía para volverse a Tartana, pero llegó demasiado tarde y se dispuso a caminara pie los ocho kilómetros.
Un hombre, envuelto en una capa, estaba parado a un lado del camino como si esperase a alguien. Mientras se acercaba, don Orione pudo observar sus características: alto, de complexión robusta, con barba negra de dos puntas, sombrero de ala ancha, la mirada vaga como quien esta dominado por una idea. No era un tipo para dar ánimos en aquellos momentos de furiosa agitación. Don Orione para hacer amistad con él le dirigió la palabra: -Buen hombre. ¿Vais a Tartana? La respuesta fue rápida y decidida: -No, yo no voy a Tartana.-, -Entonces, buenas noches -dijo don Orione acompañando el saludo con una sonrisa y volviendo a emprender su camino. -Buenas noches no replico el hombre con una sonrisa amarga y añadió haciendo señas con una, mano: -Deténgase un momento. ¿Es usted quien ha predicado? -SI yo soy: -¿Ha hablado usted de la confesión? -Sí he hablado de la confesión. La voz de aquel hombre empezó a temblar: -¿Cree usted en lo, que ha dicho?- dijo mirando fijamente al sacerdote con ojos extraviados por el creciente nerviosismo. -Sí, creo en lo que he dicho -respondió lentamente don Orione. -Usted ha dicho -continuo el otro- que un hijo que hubiese echado veneno en el plato de su madre podía ser perdonado. ¿Cree que esto sea posible? -Sí que lo creo, porque es verdad, con la condición, ya se entiende, de que el culpable esté arrepentido.
Siguió una pausa; en aquel crepúsculo nebuloso de la campiña se sentía intensas vibraciones de expectación. ¿Usted me conoce? -replicó después el hombre mirando fijamente al sacerdote. -No, no le conozco. -Sí -insistió el otro casi enojado-, usted me conoce. -Le digo con sinceridad que no le conozco; quizá, quién sabe…, si se explica podré recordar, pero de momento no le reconozco -aseguró con acento sincero don Orione. -Le digo que sí -protestó el hombre acalorándose cada vez más, al ver que cada vez le discutían su propia convicción. -Pero entonces, ¿quién es usted? El desconocido giró sus ojos alrededor, como si temiese que saliera de la oscuridad que los envolvía algún extraño, y después, agachándose ante don Orione exclamó: -Yo soy ese de quien ha hablado usted esta noche, yo puse veneno en el plato de mi madre. Don Orione, sintiendo escalofríos, instintivamente dio un paso atrás. Siguió otra pausa aún más cargada de ansia que la anterior. -Dígame -continuó aquel infeliz, que final mente encontraba un desahogo de su propio remordimiento-, dígame, ¿puedo aún ser perdonado? -Si está arrepentido… -dijo don Orione con voz apagada en la que se reflejaba toda la emoción que embargaba su alma. -¿Y me pregunta usted si estoy arrepentido? ¡Si supiese cuánto he sufrido. Y refirió cómo desde el día del entierro de su madre, aunque nadie tuvo nunca la más mínima sospecha sobre él, no pudo ya tener paz. Habían transcurrido muchos años. Aquella tarde, al pasar casualmente por delante de la iglesia, él, que nunca había vuelto a poner los pies en una iglesia desde hacía tanto tiempo, sintió un impulso irresistible de entrar. -Entré precisamente cuando usted estaba hablando del hijo que hubiese envenenado a su madre. Y pensé que esas palabras se dirigían a mí. Después añadió con un tono de voz distinto por la inefable esperanza que empezaba a brotar en su corazón: -Si puedo obtener el perdón de Dios y usted puede dármelo, heme aquí; perdóneme. El hombre arrepentido, recibida la absolución, se levantó para separarse, pero antes, en un arranque de emoción, quiso abrazar a su consolador y lo apretó entre sus brazos con tanta fuerza por la explosión de afecto, que don Orione creyó morir sofocado. Inmediatamente después desapareció.
El que no reza, espiritualmente no respira. A lo menos, cada mañana y cada noche, reza las tres avemarías a la santísima virgen.
Obra Cultural
Lauria, 4 – Barcelona-10