Ha alcanzado una repercusión enorme en toda América la impresionante carta con que Miguel Ángel Quevedo, que fue director de «Bohemia», se ha despedido, de este mundo. La carta se presta a múltiples comentarios. Pero preferimos y estimulamos la personal reflexión de cada lector. Ciertamente los remordimientos pueden castigar y hacer sufrir terriblemente a la conciencia humana. Una prueba de ello lo es el texto que comentamos, dirigiéndose a su íntimo amigo, Ernesto Muntaner, director de «El Triunfo».
Miguel Ángel Quevedo, con su actitud y la influencia del millón de ejemplares de su publicación, contribuyó eficazmente a la implantación del régimen de Fidel Castro en Cuba. Tras la experiencia y la realidad del castrismo, Miguel Ángel Quevedo sintió un tremendo «mea culpa». Y acabó con su vida, suicidándose. Pero antes, para la posteridad, estampó este incallable desahogo. Dijo Nietzsche que «todas las verdades que se callan se tornan venenosas». Para el que fue director de «Bohemia» se le trocaron en murallas insalvables para continuar viviendo… He aquí los párrafos sustanciales de esta póstuma confesión: «Sé que después de muerto lloverán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como el «único culpable» de la desgracia de Cuba. Y yo no niego mis errores, ni mí culpabilidad; lo que sí niego es que yo fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos en mayor o menor grado de responsabilidad. Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer al morbo infecundo y brutal de las multitudes, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme de «oposicionistas sistemáticos». Uniforme que no se quitaban nunca. No importa quién fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviera realizando a favor de Cuba. Había que atacarlo. Y había que destruirlo. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chivás. El pueblo que aplaudía a Pardo Liada. El pueblo que compraba la revista «Bohemia», porque «Bohemia» era el vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que la resultante del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y, todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos, o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja penal de Fidel, su participación en el bogotazo comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gangsteril en la Universidad de La Habana, pedíamos una amnistía para él y para sus cómplices en el asalto al Cuartel de Moneada, cuando se encontraba en prisión. Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía. Y los comentarios de radio y televisión que la colmaron de elogios. Y la chusma que la aplaudió delirantemente en las graderías del Congreso de la República. «Bohemia» no es más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a «Bohemia» cuando «Bohemia» inventó los «veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa que sabía que «Bohemia» era un eco de la calle pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba «Bohemia».
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los militares traidores que se lo vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocupaban más del contrabando y del robo que de las acciones militares de la Sierra Maestra. Fueron culpables los curas de sotana roja que mandaban a los jóvenes a la Sierra a servir a Castro, y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas conminando al Gobierno a entregar el poder. Fue culpable Estados Unidos de América que se incautó de las armas destinadas a las Fuerzas Armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba. Fue culpable la mayoría de la prensa americana. En particular el vocero casi oficial de la Cancillería «The New York Times» que, con sus campañas, proyectó a Fidel como un héroe de leyenda. Fueron culpables Gobierno y oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Y los infiltrados por Fidel en aquella gestión, para hacerla fracasar y sabotearla como lo hicieron. Fueron culpables los políticos abstencionistas que cerraron las puertas a todos los caminos electoralistas. Y los periódicos que como «Bohemia» les hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones. Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y ¡pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro que nos faltaba por aprender la lección increíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los peores… Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a meditación. Para que los que queden aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieren que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios no den más dinero a quienes después los despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación. Y para que el pueblo recapacite y repudie a esos voceros del odio, cuyos frutos hemos visto que no podían ser más amargos. Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos caímos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Núñez de Arce cuando dijo: Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano. Adiós. Este es mi último adiós. Y diles a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho para que me perdonen el mal que yo he hecho. MIGUEL ÁNGEL QUEVEDO.»
Hasta aquí el documento que está dando la vuelta al mundo, con alaridos de acusación para muchos y de advertencia para no pocos. Nosotros dejamos al margen toda consideración discriminatoria. Simplemente, como cristianos, recordamos que el suicidio siempre es injustificable. Por negras que sean las responsabilidades personales, cuando se busca, siempre se alcanza la misericordia divina, aunque la historia humana condene y no pueda absolver. No obstante, queda constancia que la dureza abrumadora de la propia conciencia puede explicar, de alguna manera, para los que carecen de fe, decisiones trágicas e irreparables como la del infortunado director de «Bohemia», que rubricó su vida con la peor de las cobardías.
Dice Pablo VI: «EL VERDADERO DISCÍPULO DE CRISTO DEBE SER UN HOMBRE DE ORACIÓN. A través de ella se abre el Cielo, estableciéndose un diálogo de amor entre Dios y los hombres. ¡Cuánto mejor sería el mundo si todos los hombres supiesen orar bien!» San Juan Crisóstomo, traduciendo los sentimientos de la Iglesia afirmó: «NADA HAY MÁS PODEROSO QUE LA ORACIÓN. NO HAY NADA QUE SE LE PUEDA COMPARAR». Por esto, como mínimo, todo cristiano cada mañana y cada noche se acuerda de Dios intensamente durante unos minutos para que ilumine toda su jornada y REZA LAS TRES AVEMARÍAS A LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA PEDIRLE LA GRACIA DE LAS GRACIAS: LA SALVACIÓN ETERNA.
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Laura, 4 – Barcelona-10