P. Manuel Martínez Cano, mCR
Varios concilios -IV de Letrán, II de Lion, Florencia- enseñan que las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, descienden al infierno, donde son atormentadas con penas infernales.
Los que mueren en pecado mortal sufren la pena de daño y la pena de sentido. La pena de daño es la privación de la visión beatifica de Dios. Cristo dice: “Apartaos de mi, malditos al fuego eterno” (Mt 25,41). La pena de daño corresponde a la libre adversión de Dios por parte de los pecadores.
La pena de sentido es el tormento infligido por medio de algo externo a las almas y, a los cuerpos resucitados, merecidos por la conversión a las criaturas. El fuego, que es el instrumento principal de las penas de sentido, no es un fuego metáforico sino un elemento real, verdadero y corpóreo, creado por Dios cuyos tormentos son inmensamente superiores al fuego que nosotros conocemos.
Las penas que sufren los condenados son desiguales. Es evidente que las penas no pueden ser iguales en todos los condenados: “Uno ciertamente es el fuego del infierno, pero no a todos los condenados atormenta de la misma manera, pues tanta pena se siente allí, cuanta lo exige la culpa de cada uno” (San Gregorio Magno).
Es dogma de fe, verdad revelada por Dios y definida por la iglesia, que existe el infierno; un estado en el que las almas que salieron de este mundo en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte del cuerpo, son atormentadas con penas eternas: “suplicio eterno” (Mt 25,26).
En la Sagrada Escritura, el infierno se designa con muchos nombres: un lugar de tormentos (Lc 16,18); horno de fuego (Mt 13,42); estanque de fuego que arde con azufre (Ap 19,20).
Jesús habla muchas veces del infierno: “Irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25,26); “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino… Apartaos de Mí, malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles.” (Mt 31-46) Castigo eterno, porque “quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios” (Ga 5, 19-21). El Nuevo Testamento dice en 23 ocasiones que en el infierno hay fuego. San Agustín afirma que el fuego de la tierra es fuego en apariencia en comparación con el del infierno.
El Santo de Hipona exclamaba: “¡Qué somos Señor, para que nos améis hasta el punto de amenazarnos con el infierno si no os amamos!”. Amor a Dios y amor al prójimo, eso es ser cristiano. Santa Teresa de Jesús nos dice: “No temo el infierno sino porque es un lugar donde no se ama”.
P Manuel Martínez Cano, mCR