
Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 169, enero de 1993
La más bella jaculatoria que dirigimos al Sagrado Corazón “Sagrado Corazón de Jesús en vos confío”, es el alimento constante de la virtud de la Esperanza. Esa virtud teológica eleva la fe e inclina la voluntad a ejercitar actos sobrenaturales con la ayuda de la gracia, para llegar a la posesión de Dios, fiados en su bondad infinita y en las promesa, de su omnipotencia.
No puede negarse que vivimos en un mundo desesperanzado. Un pesimismo generalizado, que se ha agravado por el fracaso de todos los optimismos humanos que han ido entonteciendo a las últimas generaciones, no debe afectar nuestra esperanza, que es virtud sobrenatural y tiene por objeto la misma posesión de Dios. Decía San Pablo que «gemimos dentro de nosotros suspirando por la adopción de hijos de Dios… Porque hasta ahora sólo en la esperanza somos salvos». De forma más poética nos expresaba lo mismo Santa Teresa: «Tan alta vida espero, que muero porque no muero». Pero sin embargo, la falta de una vida esperanzada en nuestros contemporáneos, lo que estimulamos más a cultivar esta virtud teológica y darles a los hombres la luz que proyecta en todas las circunstancias de la vida la esperanza.
La Iglesia, con la canonización del gran doctor de la esperanza que es San Claudio de la Colombiere, nos llama la ejercicio de esa virtud. Imitemos a ese Santo, seamos muy devotos de San Claudio, para que nos alcance una confianza semejante a la suya, la confianza que le hizo santo.
Así procedieron todos los santos de todas las épocas. Nos cuenta San Bernardo que un día le tentaba el demonio con desesperanza: «Bernardo, tú esperas el cielo, tú que eres tan miserable criatura. ¿En dónde están tus méritos?». Le respondió el santo: «Soy de verdad un miserable, indigno de la gloria. Pero la espero porque la bondad de Dios es infinita, infinito su amor y su misericordia».
San Agustín, .escribe: «Somos tierra y ceniza. Somos abyectos. Pero el que prometió es omnipotente. ¿Y por qué no ha de hacer de un hombre un ángel el que hizo un hombre de la nada»?. Daba esperanza a los desanimados por sus continuas caídas en pecados: «Anímese la humana flaqueza, no desespere, no se descorazone, no vuelva atrás».
Fijaros qué hermosa coincidencia la que tiene San Juan de Ávila con San Claudio. Dice el Apóstol de Andalucía: «Sea para siempre Jesucristo bendito, nuestra esperanza. Ninguna cosa me puede tanto atemorizar, cuanto Él asegurar. Múdeme yo de devoto en tibio; de andar por el cielo a oscuridad del abismo del infierno; cérquenme pecados pasados, temores de porvenir, demonios que acusen y pongan lazos, hombres que espanten y persigan; amenácenme con el infierno y pónganme mil peligros delante… con alzar mis ojos y pedir remedio a Jesucristo, el benigno, el lleno de misericordia, el firmísimo amador mío hasta la muerte, no puedo desconfiar, viéndome tan apreciado de Dios que Dios fue dado por mí”.
Esa esperanza, fecunda, respetuosa con la misericordia de Dios ha de llenar nuestros corazones. En la Carta a los Hebreos se nos enseña: «Retengamos firme la confesión de la esperanza, porque fiel es Dios el que lo ha prometido». Pidámosle al Señor, siguiendo el ejemplo de los Santos, de los que he citado pero de todos los santos porque se han santificado por la esperanza. Que crezca en nosotros la esperanza de una muy alta santidad, para la gloria de Dios. Que la vida nueva que deseamos para el año nuevo, sea una insistencia durante el día, en la jaculatoria más amada del Sagrado Corazón. Cientos miles de veces durante el día y la semana. Hombres de esperanza, hombres santos.