P.Alba, SJ

Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 172, abril de 1993

Me alegra que coincida con la proximidad de la Semana Santa esta consideración sobre la caridad. No hay mayor amor que el que nos manifestó Nuestro Señor Jesucristo con los trabajos, tan acompañada de humillaciones y sin comparación alguna de su Pasión Muerte. Que ese amor de Nuestro Señor Jesucristo nos impulse a devolverle con generosidad nuestro amor.

¿Cómo se practica el amor? Cumpliendo los mandamientos. Nos lo dijo Jesús: «Si me amáis, guardad mis mandamientos». Este amor de Dios es incompatible con el pecado venial deliberado, que aunque no nos arrebata la gracia y la amistad con Dios, amortigua y mengua la caridad que debemos a Nuestro Señor.

Pero, además, la práctica de la caridad nos obliga a buscar la perfección y la santidad. El mismo Dios nos pide: «Sed santos porque Yo soy santo». A sus discípulos de Tesalónica, San Pablo les escribía: «Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación». San Juan, a su vez, redondea aún más la enseñanza de San Pablo: «El que es justo, justifíquese más y más; y el que es santo, santifíquese más». ¿Cómo santificarse más, siguiendo el consejo de San Juan? Los que habéis realizado con seriedad los Ejercicios Espirituales, lo sabéis muy bien: con una entrega total, hasta el sacrificio. Esta entrega tiene pasos cada vez más exigentes y que nos llevan a la verdadera libertad de hijos de Dios. Lo primero es aceptar de buen grado la voluntad de Dios sobre nosotros, por muy pesada que nos parezca, aunque venga acompañada de humillaciones y padecimientos. Un segundo paso es el de emplear todo nuestro tiempo y actividad en obras de celo por la salvación de las almas, sin descuidar por ello nuestra vida de oración y trato con Dios, y procurando vivir con plena consciencia el Apostolado de la oración.

Un paso más adelante será no regatear sacrificio alguno en el cumplimiento de la voluntad de Dios, procurando abrazarme con los más costoso a nuestra naturaleza y lo que contra dice nuestra carne. En este punto, para evitar engaños del enemigo, es preciso dejarse llevar del consejo de la Dirección espiritual. La cumbre más bella es la de dar testimonio de Cristo y de nuestra fe en Dios, aunque sea con peligro de nuestra propia vida. Confesar a Cristo hasta el martirio, confesarlo siempre delante de los hombres, es la prueba más excelente de nuestra entrega a Cristo hasta el sacrificio total de nuestra honra, que es lo que más aprecia el hombre, y de nuestra vida, que es la mayor prueba de amor. Aunque el martirio no sea el término normal de la vida del santo, sí es lo equivalente dentro de este espíritu salir decididamente al encuentro de nuestra muerte para obedecer a Dios y para que «el mundo conozca que amamos al Padre».

Si nos fijamos en la vida de los santos, veremos cómo se realizan con exactitud estos pasos que les llevaron hasta la santidad más alta. En esto consiste el estudio de las virtudes heroicas de los santos. Tuvieron gracia para ello. También la tendremos nosotros si la generosidad es la norma de nuestra vida.