Buscando, pues, un carácter extraordinario que sea lo que explique realmente esa divinización, esa idealización posterior, no ya del siglo II en este caso, sino de los decenios centrales y últimos del siglo I, estos autores subrayan que lo importante, lo histórico en Jesús, sería que era una persona que, en aquel ambiente judaico que tratan de explicarnos, estaba convencida de la proximidad inminente de la restauración milagrosa del Reino de Dios: un exaltado en torno al cual se condensaron otros exaltados. Y es esta «exaltación» la que explicaría lo extraordinario, lo increíble de ese movimiento arrollador que es el Cristianismo desde el siglo I.
Todos los autores de cualquiera de estas dos tendencias han estado continuamente rectificándose, polemizando, oscilando, pasando de una a otra, porque ellos mismos reconocen (y cuando no lo hacen se lo echan en cara otros) los fallos gravísimos del planteamiento. El primero de ellos es tomar como histórico -arbitrariamente- este aspecto de Jesús, el que sea moralista, o el Jesús exaltado, y prescindir de todos los demás. Cuando los datos son unitarios, se toman o se dejan. Pero, sobre todo, la dificultad nunca superada -y que después veremos que ha llevado a posiciones mucho más radicales y absurdas, pero mucho más razonables en su mismo absurdo- es que si Jesús queda reducido a este residuo histórico, a ser un hombre bondadoso, humilde, ejemplar, paciente en ese sentido, o a ser un simple exaltado que murió precisamente por eso, que tenía que chocar naturalmente, ¿cómo se explica que este hecho provoque inmediatamente en los años 30, 40, 50, dos afirmaciones a priori? Primero, la fe en la Resurrección: un exaltado tropieza, muere y nadie se acuerda más de él, todo el mundo lo olvida con una cierta compasión más o menos simpatizante. Y segundo, la divinidad: siempre se ha notado en que si hay algo imposible en la mentalidad en que vivía Jesús y los suyos, en el ambiente judaico (más imposible todavía que una resurrección), es que a un hombre conocido como tal (exaltado o manso), lo crean Dios. De esto no hay excepción en toda la historia de ese mundo judaico.
Todos recordamos cómo incluso después (en los siglos I, II y III), mientras en el ambiente grecorromano estaba de moda la tolerancia, la convivencia de todas las formas de religión y de culto (a partir de una cierta indiferencia de las autoridades y de los pensadores romanos, que convirtieron a Roma un poco en el lugar de confluencia y en la gran sentina de todas las aberraciones humanas), los cristianos y los judíos tropezaron contra la sociedad y fueron sometidos a implacable persecución por su absoluta intransigencia en este punto. Ni siquiera un culto tan convencional como el culto al emperador, que quizá podría realizarse sin tomarlo demasiado en serio, demasiado por la tremenda (como una manifestación de cinismo, que es como lo tomaban muchos), ni siquiera por ahí pasaron los cristianos. Era imposible para un cristiano decirle Dios a un hombre y tratarle como tal. A Jesús se lo dijeron inmediatamente los mismos que le habían conocido. Esta es la suprema dificultad que hace que todas estas construcciones se hayan derrumbado (y veremos hasta qué punto) posteriormente.
Para terminar este precedente, al principio del siglo XX (ya en su génesis) o más bien desde los últimos años del siglo anterior, brota dentro de la Iglesia Católica un grupúsculo (brotan unas salpicaduras más bien) de eso que se ha llamado Modernismo católico. El Modernismo católico consistió en acoger alguna de estas dos líneas de interpretaciones, pero con una pequeña novedad, que es la que prepara las posteriores. Y para evocarlo con la máxima brevedad, limitémonos, por ejemplo, a consultar los resúmenes que da de este movimiento heterodoxo el Papa san Pío X, en el año 1907, tanto en el Decreto Lamentabili, que expuso los errores modernistas, como en la Encíclica Pascendi, mediante tres afirmaciones que lo resumen todo y, además, anticipan todo lo que explicaré después. Una de las notas típicas de las modas recientes es subrayar su propia novedad, exaltar hasta un poco morbosamente la categoría de la novedad y, por desgracia, no tienen ninguna novedad.
La fe en la Resurrección de Cristo, dice el Papa -resumiendo el pensamiento de estos modernistas católicos- no es propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni demostrable, que la conciencia cristiana derivó de otros hechos, paulatinamente. Otro resumen: la fe en la Resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el hecho mismo de la Resurrección cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en Dios. Es decir, lo primero habría sido la persuasión de que Cristo vive, la misma persuasión que tenemos nosotros acerca de nuestros difuntos, pero no la Resurrección.
Como explica la Encíclica Pascendi, según los modernistas, el valor de la fe sería este: el modernista puede permitirse pensar una cosa como creyente y otra cosa como científico o como historiador. Como científico, puede negar la realidad histórica de la Resurrección, y como creyente, puede y debe afirmarla, y afirmarla como real. Pero, ¿qué significa afirmarla en la fe como real? ¡Atención!: significa considerar la vida de Cristo en cuanto otra vez es vivida por la fe y en la fe, o sea, no la vida de Cristo en Cristo, sino la vida de Cristo en mí, en mi acto de fe. En esta expresión está anticipada toda la corriente que preside ahora Bultmann y sus seguidores (protestantes primero y católicos después, algunos recientemente de un modo íntegro), porque no añaden absolutamente nada, como vamos a ver.
Entremos pues, así, en esta fase actual, que se inicia después de la Primera Guerra Mundial, hacia los años 20, en algunos de los escritos más significativos. Tomando las cosas desde atrás, como conviene, estas posiciones recientes de los que disocian realidad histórica y fe (incluso con su novedad de darle un valor a esta fe), pierden en lo esencial su aparente carácter novedoso. ¿Cuál es la aportación típica de esta corriente que -repito- tiene por patriarca a Bultmann, este escritor protestante? Es doble: primero, una dedicación muy interesante, compartida por otros muchos exegetas e historiadores protestantes, católicos y de toda índole, sobre la contextura literaria de los escritos del Nuevo Testamento, un análisis de la gestación de estos escritos: cómo se han formado y cómo se ha llegado a su última redacción. Y esto parte de un hecho que ya era en gran medida conocido, pero que ahora se ha sometido a estudios mucho más detenidos.
Es muy interesante, por otro lado, el hecho de que los escritos del Nuevo Testamento, sobre todo los escritos narrativos (los Evangelios, los mismos Hechos de los Apóstoles, etc.), no fueron tratados en un gabinete por un autor (así como alguien puede escribir un poema o una obra para presentarla a un concurso), sino que contienen una cantidad de materiales que estuvieron en circulación al servicio de la predicación, la catcquesis y la vida de los cristianos.
Como la vida, la formación, los sacramentos y la orientación moral de cualquier comunidad tiene muchas manifestaciones, el modo de presentar las palabras de Jesús, los relatos acerca de Jesús y los ejemplos de Jesús lógicamente se acomodan en cada sitio a la necesidad vital de cada grupo y de cada persona. Hay, por tanto, muchas formas, y los Evangelios, por ejemplo, serían en gran medida una recopilación de este material, de estas formas. Por eso, el estudio de la génesis, de la elaboración literaria de estos escritos suele llamarse -un poco pedantemente- el método de la historia de las formas, que algunos suelen pronunciar siempre en alemán.
Es un tema evidentemente interesante, pero ¿cuál es su interés respecto a nuestra cuestión? Porque este tema tiene un interés de tipo literario o de génesis histórica redaccional, como lo tiene cualquier otro escrito. Podemos examinar El Quijote y tratar de analizar qué material utilizó Cervantes, qué piezas ya hechas trasplantó y copió, en qué otras se inspiró, cuáles son realmente creación original suya… Y cualquier otro libro, cualquier otro escrito, cualquier poema, acepta estos análisis minuciosos y, a veces, fatigosos.
Para estos grupos bultmanianos -llamémoslos así para resumir-la importancia está en esta labor de adaptación del material (las palabras, los ejemplos, las orientaciones de Jesús, etc.) a la vida práctica de los creyentes, de las comunidades y de la catequesis. Ahí estaría la segunda aportación propia de esta tendencia: la explicación de esa labor idealizadora, mitificadora o creadora. Es decir: que lo que ahora leemos en el Nuevo Testamento sería la manifestación inmediata de ese mundo ideal de las comunidades, no el relato, el testimonio directo acerca de Jesús.
