Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941
- d) La aventura del Condestable
Es sabido que después de la muerte del Príncipe de Viana, los catalanes declararon roto el juramento de fidelidad que habían prestado a D. Juan II de Aragón, y ofrecieron la corona a varios príncipes, entre ellos a Enrique IV de Castilla, ninguno de los cuales tuvo resolución para aceptarla. Entonces se acordaron de que en Portugal quedaba sangre de sus reyes, y determinaron hacer la misma oferta al Condestable, cuya fama de valeroso y cumplido caballero se extendía por toda España. En 30 de octubre de 1463, zarparon del puerto de Barcelona dos galeras, mandadas por el honorable Rafael Juliá, conduciendo a los representantes de la ciudad condal, a quienes presidía Mosén Francisco Ramis, como embajador de los diputados de la generalidad y Consejo del Principado. Era portador de una carta en que los catalanes proclamaban por su Rey y señor al Condestable: «ab integritat de leys e libertats, com aquell al qual justicia acompanye devant tots altres per esser la propia cam devallant de la recta linea del excellent rey Nanfós lo benigne axi en los croniques intitulat», y le exhortaban a tomar posesión del Reino.
No titubeó ni un momento el caballeresco espíritu del príncipe en arrojarse a una empresa tan erizada de peligros y dificultades, puesto que tenía que conquistar por fuerza de armas el reino que se ofrecía, luchando con uno de los más astutos políticos y más excelentes soldados que en su tiempo había. Se embarcó, pues, para Cataluña, y después de una trabajosa navegación de cerca de tres meses, arribó a la playa de Barcelona el 21 de enero de 1464. La pompa de su entrada está largamente descrita en el Dietario de la Diputación y en el segundo de los libros de solemnitats que guarda el Archivo Municipal de Barcelona, y que ha dado a conocer (con otros tantos preciosos documentos relativos a nuestro poeta) el señor Balaguer y Merino.
El domingo 13 de enero juró el Condestable los fueros y privilegios del Reino, y no fue tardío ni remiso en cumplir su juramento de defenderlos, a pesa1 de la traidora enfermedad que iba minando su existencia. Poco más de dos años duró su efímero reinado, pero en ellos desplegó grande actividad como gobernante, del modo que lo testifican los copiosos registros de su cancillería; y probó una vez y otra el trance de las armas, con varia fortuna, pero siempre con créditos de bizarro y animoso, hasta que la suerte se le declaró de todo punto adversa ante las puertas de la villa de Calaf, donde fue completamente derrotado en batalla campal el 18 de febrero de 1465 por el Conde de Prades, con quien hacía sus primeras armas el infante que luego fue Fernando el Católico. En esta terrible derrota cayeron prisioneros los más notables partidarios del Rey intruso, tales como el Vizconde de Rocaherti, el de Roda, un D. Pedro de Portugal, primo hermano del Condestable, el gobernador de Cataluña Mosén Garau de Servelló, Bernardo Gilahert de Cruylles y otros muchos.
Derrotado el Condestable, se replegó a Manresa, y de allí pasó sucesivamente a Granollers, Hostalrich, Castellón de Ampurias y Torroella de Montgrí, dirigiéndose por fin al Ampurdán, donde puso sitio a La Bisbal, rindiéndola por fuerza de armas en 7 de junio.
Este fue su último triunfo: la fortuna le había vuelto resueltamente la espalda; su candidez diplomática contrastaba con la profunda sagacidad de D. Juan II, que cada día le iba robando partidarios y sembrando la división en su campo. Su ánimo estaba postrado, y además las fatigas de la campaña habían desarrollado rápidamente el germen de la tisis que le consumía. Sus días estaban contados, pero todavía soñaba con buscar nuevos auxilios a su causa, contrayendo matrimonio con una hermana del Rey de Inglaterra, parienta suya por parte de su abuela paterna doña Felipa de Lancaster; y hasta llegó a enviar en arras a su futura un diamante engarzado en un anillo de oro, según de documentos de Archivo de la Corona de Aragón resulta, constando asimismo el precio en que fue comprada tan rica joya.
Ruy de Pina, que escribía lejos y estaba mal informado, echó a correr la especie, entonces inevitable cuando se trataba de la muerte de algún soberano, de que el Condestable había sido envenenado. No hay para qué detenerse en refutar semejante calumnia: el Condestable sucumbió a la mortal consunción que le aquejaba, el 29 de junio de 1466, en la villa de Granollers, a los treta y cinco años de edad, otorgando el mismo día de su fallecimiento un muy prolijo y minucioso testamento, que ya Zurita extractó en sus Anales, y que íntegro puede leerse en la monografía que principalmente nos sirve de apoyo. Conforme a esta postrera voluntad suya, fue enterrado en la iglesia de Santa María del Mar, de Barcelona, con funerales verdaderamente regios; y allí descansa, aunque no en el altar mayor como él dispuso, por haber sufrido renovación en épocas de mal gusto el pavimento de aquel hermosísimo templo. El sepulcro del Condestable no tiene inscripción alguna, pero sí una notable estatua yacente, obra del escultor Juan Claperós, que representa a D. Pedro con las manos cruzadas sobre el pecho y un libro entre ellas, que si no es símbolo del libro de la vida, puede ser testimonio de los gustos literarios del Infante (1).
(1) Historia de la Poesía castellana en la Edad Media. Tomo III, páginas 325 a 327.