Contracorriente

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El Infierno no existe y si existe está vacío

20 miércoles Sep 2017

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Bautismo, falta de fe, Infierno

Matías Cluet Miceli

images.jpgDurante un tiempo solía confesarme en una parroquia de la diócesis de Barcelona y en una ocasión el sacerdote me dijo que el infierno no existía. Ante mi insistencia y su claro malestar, terminó corrigiendo su desafortunada aserción con una no menos desafortunada frase: «Bueno…y si existe está vacío». De este modo, el sacerdote que me tenía que confesar a mí, terminó confesando él mismo su propia falta de fe. Sigue leyendo →

El infierno en las videntes de Fátima

17 martes Dic 2013

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el día 13 de julio, El Infierno, Infierno, la Virgen María

Y ya en este siglo XX, la Virgen María en su tercera aparición el día 13 de julio de 1917, muestra a las tres videntes de Fátima el infierno. Así lo relata Lucía:

VirgenDeFatima«Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos como los meses anteriores. El reflejo parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debía ser a la vista de eso que di un «ay» que dicen haber oído.) Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros tizones de brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza:

-«Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz».

Jacinta, a partir de entonces, no tuvo otro pensamiento que el de convertir pecadores y preservar las almas del infierno. Ofrecía a Dios continuos sacrificios. Vivía apasionada por el ideal de convertir pecadores, a fin de arrebatarlos del suplicio del infierno, cuya pavorosa visión tanto le impresionó.

Alguna vez preguntaba a Lucía: «¿Por qué es que Nuestra Señora no muestra el infierno a los pecadores? Si lo viesen, ya no pecarían, para no ir allá. Has de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente. Verás cómo se convierten. ¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!»

De Jacinta son estas reflexiones:

«Los pecados que llevan más almas al infierno son los de la carne.

Han de venir unas modas que han de ofender mucho a Nuestro Señor.

Las personas que sirven a Dios no deben andar con la moda.

Los pecados del mundo son muy grandes.

Si los hombres supiesen lo que es la eternidad harían todo para cambiar de vida. Los hombres se pierden porque no piensan en la muerte de Nuestro Señor ni hacen penitencia».»

El infierno en san Antonio Mª Claret

19 martes Nov 2013

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Infierno, puertas del infierno

La segunda mitad del siglo XIX fue dolorosísima para la Iglesia, pero Dios llenó la tierra de grandes Santos. Nombraremos sólo dos que vienen a nuestro caso. Uno de ellos fue san Antonio Mª Claret que en su autobiografía nos proyecta la visión del infierno.

9230Sanantoniomariaclaret«Las primeras ideas de que tengo memoria son que cuando tenía unos cinco años, estando en la cama, en lugar de dormir, yo siempre he sido muy poco dormilón, pensaba en la eternidad, pensaba, siempre, siempre, siempre; yo me figuraba unas distancias enormes, a éstas añadía otras y otras, y, al ver que no alcanzaba al fin, me estremecía y pensaba: los que tendrán la desgracia de ir a la eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre tendrán que sufrir? ¡Sí, siempre, siempre tendrán que penar!

Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo. Y esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que ya sea por lo tierno que empezó en mí o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores, en el púlpito, en el confesonario, por medio de libros, estampas, hojas volantes, conversaciones familiares, etc.

La razón es que, como yo, según he dicho, soy de corazón tan tierno y compasivo que no puedo ver una desgracia, una miseria que no la socorra, me quitaré el pan de la boca para dar al pobrecito y aun me abstendré de ponérmelo en la boca para tenerlo y darlo cuando me lo pidan, y me da escrúpulo el gastar para mí recordando que hay necesidades que remediar; pues bien, si estas miserias corporales y momentáneas me afectan tanto, se deja comprender lo que producirá en mi corazón el pensar en las penas eternas del infierno, no para mí, sino para los demás que voluntariamente viven en pecado mortal.

Yo me digo muchas veces: Es de fe que hay cielo para los buenos e infierno para los malos; es de fe que las penas del infierno son eternas; es de fe que basta un solo pecado mortal para hacer condenar un alma, por razón de malicia infinita que tiene el pecado mortal, por haber ofendido a un Dios infinito. Sentados esos principios certísimos, al ver la facilidad con que se peca, con la misma con que se bebe un vaso de agua como por risa y por diversión; al ver la multitud que están continuamente en pecado mortal y que van caminando a la muerte y al infierno, no puedo tener reposo.

Ni sé comprender cómo los otros sacerdotes que creen en estas mismas verdades que yo creo y todos debemos creer, no predican ni exhortan para preservar a las gentes de caer en los infiernos.

Y aun admiro cómo los seglares, hombres y mujeres que tienen fe, no gritan y me digo: Si ahora se pegara fuego a una casa y, por ser de noche, los habitantes de una misma casa y los demás de la población están dormidos y no ven el peligro, el primero que lo advirtiese, ¿no gritaría, no correría por las calles gritando: ¡Fuego, fuego! en tal casa? Pues ¿por qué no han de gritar fuego del infierno para despertar a tantos que están aletargados en el sueño del pecado, que cuando se despertarán se hallarán ardiendo en llamas del fuego eterno?

Esa idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí desde los cinco años con muchísima viveza y que siempre más la he tenido muy presente, y que, Dios mediante, no se me olvidará jamás, es el resorte y aguijón de mi celo para la salvación de las almas.

A este estímulo, con el tiempo se añadió otro que después explicaré, y es el pensar que el pecado no sólo hace condenar a mi prójimo, sino que principalmente es una injuria a Dios, que es mi Padre. ¡Ah!, esta idea me parte el corazón de pena y me hace correr como… Y me digo: Si un pecado es de una malicia infinita, el impedir un pecado es impedir una injuria infinita a mi Dios, a mi buen Padre.

Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que, sin más ni más, le maltratan, ¿no le defendería? Si viese que a este buen padre inocente le llevan al suplicio ¿no haría todos los esfuerzos posibles para librarle, si pudiese? Pues ¿qué debo hacer yo para el honor de mi Padre, que es así tan fácilmente ofendido e, inocente, llevado al calvario para ser de nuevo crucificado por el pecador, como dice san Pablo? ¿El callar no sería un crimen? ¿El no hacer todos los esfuerzos posibles lo sería…? ¡Ay Dios mío! ¡Ay Padre mío! Dadme el que pueda impedir todos los pecados, aunque de mí hagan trizas.

Igualmente me obliga a predicar sin parar el ver la multitud de almas que caen en los infiernos, pues que es de fe que todos los que mueren en pecado mortal se condenan. ¡Ay! Cada día se mueren ochenta mil personas (según cálculo aproximado), ¡y cuántas se morirán en pecado y cuántas se condenarán! Pues que tal es la muerte según ha sido la vida.

Y como veo la manera con que viven las gentes, muchísimas de asiento y habitualmente en pecado mortal, no pasa que no aumenten el número de sus delitos. Cometen la, iniquidad con la facilidad con que beben un vaso de agua, como por juguete y por risa obran la iniquidad. Estos desgraciados, por sus propios pies, marchan a los infiernos como ciegos, según el Profeta Sofonías: Caminaron como ciegos porque pecaron contra el Señor.

índiceSi vosotros vierais a un ciego que va a caer en un pozo, en un pozo, en un precipicio, un precipicio, ¿no le advertiríais? He aquí lo que yo hago y que en conciencia debo hacer: advertir a los pecadores y hacerles ver el precipicio del infierno al que van a caer. ¡Ay de mí si no lo hiciera, que me tendría por reo de su condenación!

Quizás me diréis que me insultarán, que los deje, que no me meta con ellos. ¡Ay, no, hermanos míos! No les puedo abandonar; son mis queridos hermanos. Decidme: Si vosotros tuvierais in hermano muy querido enfermo y que por razón y que por razón de la enfermedad estuviera en delirio, y en la fuerza de la fiebre os insultara, os dijera todas las perrerías del mundo, ¿le abandonaríais?

Estoy seguro de que no. Por lo mismo le tendríais más lástima y haríais todo lo posible para su salud. Este es el caso en que me hallo con los pecadores. Los pobrecitos están como delirantes. Por lo mismo, son más dignos de compasión, no los puedo abandonar, sino trabajar por ellos para que se salven y rogar a Dios por ellos, diciendo con Jesucristo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen ni lo que dicen.

Cuando vosotros veis a un reo que va al suplicio, os da compasión. Si le pudierais librar, ¡cuánto no haríais! ¡Ay, hermanos míos cuando yo veo a uno que está en pecado mortal, veo a uno que cada paso que va dando, al suplicio del infierno se va acercando; y yo que veo al reo en tan infeliz estado, conozco el medio de librarle, que es el que se convierta a Dios, que le pida perdón y que haga una buena confesión. ¡Ay de mi si no lo hiciera!

Quizá me diréis que el pecador no piensa en infierno, ni siquiera cree en infiernos. Tanto peor. Y que ¿por ventura pensáis que por esto dejará de condenarse? No por cierto; antes bien es una señal más clara de su fatal condenación, como dice el Evangelio: «El que no crea será condenado». Y, como dice Bossuet, esta verdad es independiente de su creencia; aunque no crea en el infierno, no dejará por esto de ir, si tiene la desgracia de morir en pecado mortal, aunque no crea ni piense en el infierno.

Os digo con franqueza que yo, al ver a los pecadores, no tengo reposo, no puedo aquietarme, no tengo consuelo, mi corazón se me va tras ellos, y para que vosotros entendáis algún tanto lo que me pasa, me valdré de esta semejanza. Si una madre muy tierna y cariñosa viera a un hijo suyo que se cae por una ventana muy alta o se cae en una hoguera, ¿no correría, no gritaría: hijo mío hijo mío mira que te caes? ¿No le agarraría y tiraría por detrás si le pudiera alcanzar? ¡Ay, hermanos míos! Debéis saber que más poderosa y valiente es la gracia que la naturaleza. Pues si una madre, por el amor natural que tiene a su hijo, corre, grita y agarra a su hijo y le tira y le aparta del precipicio: he aquí, pues, lo que hace en mí la gracia.

La caridad me urge, me impele, me hace correr de una población a otra, me obliga a gritar: ¡Hijo mío pecador, mira que te vas a caer en los infiernos! ¡Alto no pases más adelante! Ay, cuantas veces pido a Dios lo que pedía santa Catalina de Siena: Dadme, Señor, el ponerme por puertas del infierno y poder detener a cuantos van a entrar allá y decir a cada uno: ¿Adónde vas infeliz? ¡Atrás anda haz una buena confesión y salva tu alma y no vengas aquí a perderte por toda la eternidad!

Otro de los motivos que me impelen en predicar y confesar es el deseo que tengo de hacer felices a mis prójimos. ¡Oh, qué gozo tan grande es el dar salud al enfermo, libertad al preso, consuelo al afligido y hacer feliz al desgraciado! Pues todo esto y mucho más se hace con procurar a mis prójimos la gloria del cielo. Es preservarle de todos los males y procurarle y hacer que disfrute de todos los bienes, y por toda la eternidad. Ahora no lo entienden los mortales, pero, cuando estarán en la gloria, entonces conocerán el bien tan grande que se les ha procurado y han felizmente conseguido. Entonces cantarán las eternas misericordias del Señor y las personas misericordiosas serán por ellos bendecidas.»

El infierno en San Juan de Ávila.

14 lunes Oct 2013

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Ejercicios espirituales dirigidos por San Juan de Ávila, Infierno, Joaquín Marturet, Salamanca, san juan de ávila, sj

1. Existe

83. Avisa el Señor a los suyos y amenaza a los ajenos; porque a los unos les dice que sientan de su galardón San Juan de Ávilagrandemente, pues con este rigor lo da. A otros dice que cómo piensan escapar de las manos de su rigor siendo enemigos, si así son tratados los hijos e hijas escogidos para grande bien.

84. «No os engañéis con decir: Cristianos somos, que ni los fornicadores ni los adúlteros ni los ladrones ni los avarientos ni los que se emborrachan ni los maldicientes no entrarán en el reino de Dios» (1 Cor. 6, 9-10). ¡Desdichada su comida, desdichados sus placeres, desdichado cuanto hablan y cuanto pasean, si no han de entrar en el reino de Dios!

2. Van muchos

85. «Multi sunt vocati, pauci vero electi» (Mr. 20, 16): Muchos son los bautizados y se llaman cristianos; pero pocos los escogidos, porque pocos viven como cristianos. Uno le dijo: «¿Son pocos Señor los que se salvan? Y el Señor le respondió: Esforzaos a entrar por la puerta estrecha porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán» (Lc. 13, 23- 24). «Cerrada la puerta muchos dirán: Señor ábrenos. El os responderá: no os conozco» (v. 25).

¡Oh Rey de la gloria! ¿Que no conocéis a los hombres? ¿No los criasteis? ¿No los redimisteis? -Sí, mas no los conozco, porque pecaron.

86. «Grande es mi tristeza e incesante el dolor de mi corazón » (Rom. 9, 2). ¿Sabéis por qué? Porque dicen que van muchos al infierno. No es ésta opinión de Santo Tomás o de Escota, sino determinación y sentencia del Hijo de Dios, que lo dijo en el santo Evangelio. Dios por quien es, nos dé gracia para que seamos de los pocos escogidos y no de los muchos perdidos.

3. Camino para ir a él

87. «El camino de los pecadores está enlosado pero su fin es el infierno y las tinieblas» (Ecl. 21, 11). Ahora paréceles así, camino muy llano, pero después será al revés; después verán lo que seguían y si eran ellos los dichosos y libres. Los justos, éstos dice el Señor que son los libres, los dichosos, los que tienen buena vida, los que andan por buenos caminos. Señor, los caminos que Vos enseñáis a vuestros amigos, los pasos por donde Vos los lleváis, no tienen tropezadero; en grande libertad viven y grande razón tienen para estar contentos; porque aunque parezca camino angosto, aunque a juicio de la carne haya alguna estrechura, en fin, son caminos seguros, dichosos, rectos, que llevan a buen paradero, «pues te encomendará a sus ángeles, para que te guarden en todos los caminos» (Ps. 90, 11). Muy guardada está la Iglesia y el alma de un justo.

88. En el infierno hay dos cosas: culpa y pena; y porque en el infierno hay culpa, ninguno va allá por la voluntad de Dios; él se va por sus malas obras. Dios es como buen Juez, que ahorca al malo, mas no quería que hiciese aquel mal.

89. El árbol, que siendo plantado en la Iglesia y estando alentado con tal espíritu, no produjera los frutos, que pone San Pablo, ya está amenazado y le está dicho en el Evangelio lo que será de él: «Todo árbol, pues, que no lleve fruto bueno, será cortado y echado al fuego» (Mt. 3, 10). Habemos de entender que estaremos sujetos a maldición, como la higuera, que no tuvo fruto para Cristo.

90. Hacer buenas obras en este mundo llama el Apóstol sembrar. Hacer malas obras también es sembrar; pero hay diferencia, que el fruto de las buenas obras, lo que se coge de esta semilla, dice que es vida eterna, que no se pudo más decir; y el fruto de las malas es corrupción y muerte eterna de los malos. «El que siembra iniquidad, cosecha desventura» (Prov. 22, 8). «Pues siembrar vientos, recogerán tempestades» (Os. 8, 7).

91. ¡Oh peligros del infierno tan para temer! Y ¿quién es aquél, que no mira con cien mil ojos no resbale en aquel hondo lago, donde para siempre llore lo que aquí temporalmente rió? ¿Quién no endereza sus caminos, porque no le tomen por descaminado de todo el bien? ¿Dónde están los ojos de quien esto no mira, las orejas de quien esto no oye, el paladar de quien esto no gusta?

Verdaderamente señal es de muerte no tener obras de vida. Nuestros pecados son muchos, nuestra flaqueza grande, nuestros enemigos fuertes, astutos y muchos y que mal nos quieren; lo que en ello nos va es perder o ganar a Dios para siempre.

Y ¿por qué entre tantos peligros estamos seguros; entre tantas llagas sin dolor de ellas? ¿Por qué no buscamos remedio antes que anochezca y se cierren las puertas de nuestro remedio?

92. ¿Qué pensáis que sentirá el que esperaba salvarse, cuando oyere su sentencia de condenación y le digan: «Nunca tendrás parte en Dios ni te faltarán tormentos ni compañía de demonios »? «Ligatis manibus et pedibus eius», arrojadle a las tinieblas de allá afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt. 22, 13). «Atadas las manos», porque no podrá más bien obrar y porque no se podrán defender. «Y los pies», porque no podrán huir, sino pecar para siempre y arder para siempre.

93. iOh si preguntaseis al triste que está en el infierno tantos miles de años en tormentos, que no se acabarán: «Hermano, ¿qué sembraste que tal cosecha cogiste? ¿Por qué camino viniste a tanta miseria, a tantos tormentos, de donde nunca, mientras Dios fuere Dios, saldrás? ¿Qué senda te aportó a tanto mal?».

94. El pecado es el camino. Muchos han cometido pecados mortales, que si hubieran en el tiempo de su tentación confesado y comulgado, no hubieran caído en el abismo del pecado. Metidos en éste, muy breve camino hay para entrar en el infierno; porque no falta más, sino que le quiebren el vaso de vidrio, que es este cuerpo que traemos a cuestas, que es una pura flaqueza, y basta para quebrado un dolor de costado o una apoplejía; entonces diera el hombre mil mundos por haber hecho lo que ahora le rogamos.

4. Penas

a) De sentido. 95. ¿Cómo podréis sufrir el infierno, pues todas las penas de esta vida no son tanto como la menor de allá? Porque aunque otro tormento no hubiera, sino el lugar oscuro y tenebroso debajo de la tierra, lleno de hedor horrible, sería bastante; añadid los tormentos de demonios, fuego, piedra, azufre, hambre, sed, aullidos, visiones intolerables y estar excomulgados de Dios, feos, negros, hediondos… ; así estarán los malaventurados condenados.

96. Si tu alma no come, morirá. ¿Qué entendéis por morirá? Que morirá a la vida de la gracia; no me refiero a la vida natural, que ésa no la puede morir, siempre estará viva, aunque esté en el infierno, mientras Dios fuere Dios. Su muerte, cuando el alma se separa del cuerpo, la llama San Juan segunda; la primera es cuando muere a la gracia por el pecado.

Los que están en el infierno estarán, como los que están en agonías de muerte; siempre estarán tragando la muerte y nunca acabarán de morir; tendrán muerte siempre viva y vida siempre muerta.

97. No hay proporción de las penas del infierno a las del purgatorio: las del infierno son eternas, rigurosísimas; las del purgatorio, temporales con mil favores y refrescos; ya dicen acá una misa por vos, ya os rezan algunas oraciones y os ofrecen otros sufragios.

b) Pena de daño. 98. El que vive en este mundo consigo propio, sin Dios en el obedecer, se halla en el otro sin Dios en el gozar. ¡Oh, lástima grande, que habiendo en Dios tantos bienes como en El hay: tanto poder y tanto saber; tanto amor y caridad; hermosura y riquezas, eternidad y millones de bienes, que no hay lengua que los pueda declarar, el malaventurado infernal se queda ayuno de todo esto, como si no existiera!

¿Qué le aprovecha que haya todos estos bienes y maravillas en Dios, si no ha de gozar de El ni de ellos? Esta pena es la mayor del condenado, la privación del gozo de Dios. Llamase poena damni.

99. ¡Qué maldad para asombrar! Dejar a Dios por el demonio, y estando camino del cielo, meterse de pies en el infierno y querer más tratar con Dios enojado, que con El, apacible y manso. Pues si quien peca hijo es del diablo, ¡qué mal padre tienes! ¿Qué puedes heredar de tal padre sino infierno, lo que él posee y tiene? Y eso es lo que da a sus hijos.

100. ¿Y qué piensas que es infierno? Ser lanzado un hombre de la mesa de Dios, llena de hartura y de lumbre, y echado en las tinieblas de fuera con la voz del Juez, que dice: «Apartaos de Mí malditos de mi Padre al fuego eterno». Juntarse con Dios es paraíso; apartarse de Dios es infierno.

5. Eternidad

101. Aparejaos, gentes, para la sentencia, que habéis de oír: «Apartaos…, etc.». ¿Huisteis de Mí? Yo huiré de vosotros. ¿No me quisisteis? Apartaos de Mí para siempre. ¿Dónde irá un hombre echándolo Dios de Sí? ¿Hay otro Dios como Tú que lo reciba? Palabra recia: «Apartaos de Mí… ».

102. ¡Oh malaventurado el que por tan pequeño rato se atreve a echar sobre sí penas eternas, penas que nunca se han de acabar, penas que no han de tener remedio! Que esta certidumbre tienen que aquellos tormentos y penas no han de haber fin ni remedio ni jamás han de salir de allí ni han de gozar de bien alguno.

6. Reflexiona

103. Señor, ¿infierno para mí, perder a Dios, desterrado de Dios para siempre jamás? ¿Qué haré para ser librado aquel día? -Velad orando para que seáis dignos de huir estas cosas y estar delante del Hijo de Dios.

-Decidme: ¿oráis? -¿Qué hemos de orar? -Pedid a Dios que para aquel día espantoso podáis estar en pie; pedidlo, lloradlo, suplicadlo. Así es menester, que con mucho trabajo lo alcanzaron de Dios los santos.

104. Examinaos. ¡Ay de aquél que no se mira! ¡Ay de aquél que de sí se olvida! Cuanto menos te mires ahora quién eres, tanto más te mirarás y remirarás, después que estés ardiendo en los infiernos. Entonces hará Dios que te estés mirando y será el mayor tormento que tendrás. Querrás huir de ti y no podrás; querrás olvidarte de ti, y mientras Dios fuere Dios, te estarás mirando y te tendrás a ti mismo delante de tus ojos mirándote y remirándote y dando vueltas, para que no quede nada de ti que delante de tus ojos no lo tengas. ¡Mírate!

105. «Dolores inferni circundederunt me: los dolores del infierno me cercaron» (Ps. 17,6). ¡Oh Señor, que estoy aquí y mi nombre en el infierno! ¿Qué mucho que me den una bofetada, que me huellen por ahí todos? Lo doy todo por bien empleado, porque no me eche donde merezco; porque la Majestad de Dios me sea mansa, yo sufro todo eso de buena voluntad.

106. Si no están los soberbios quebrantados, si no están por el suelo; no ha entrado Dios por su casa, no saben qué cosa es Dios. Tiembla el que a Dios siente; tiembla, como hoja en el árbol, de la justicia de Dios…

Bueno es conocer el hombre quién es; bueno es pensar en sus miserias, pero no mucho; no escarbes mucho que peligrarás. Cuando uno pasa un río, conviene no mirar al agua, sino la tierra firme. No has de pensar luego que estás ya en el infierno; mira que eso es víspera de la desesperación; mira a tierra firme; mira que la misericordia de Dios te puede perdonar eso y muy mucho más que eso. ¿Qué remedio para estos dos males, para los que nunca se miran y para los que mirándose mucho desmayan? ¿Habrá aquí por ventura algún flaco desmayado que diga: « ¿Quién soy yo para ir al cielo? ¿Quién soy yo para que Dios me perdone?

A éste tal le dice Jesucristo nuestro Señor: No desmayes, esfuérzate, prosigue lo que comenzaste, no desfallezcas en la mitad del camino, que de todo es remedio mi Carne; no te espanten tus males ni tus pecados, que de todo es cura y medicina mi Carne.

107. Pues queremos parte en el cielo con Jesús, no nos descontente su compañía en la tierra; porque El determinado está de no tener por compañero en su gozo, sino al que lo fue de sus penas.

¿No es mejor penar aquí un poco por Cristo, que arder allá para siempre con Lucifer? ¿No es mejor escondemos un poco al mundo y después en el reino de Dios parecer gloriosos delante de todos?

Probado habéis de ser, si habéis de ser coronado. Por eso mirad que seáis como el oro, que se apura en el fuego y no como paja que se quema en él.

Ejercicios espirituales dirigidos por San Juan de Ávila
Joaquín Marturet, S.J. Salamanca-1980 (p.75-80)

El Infierno contado por San Juan Bosco

25 miércoles Sep 2013

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Infierno, san juan bosco

El testimonio de los santos con sus visiones nos dan noticia de cómo es el infierno. Empezamos con San Juan Bosco que nos da estas impresionantes secuencias de uno de sus tantos sueños que no eran más que exactísimas profecías o visiones.

El guía le señaló una vid.

-Ven y observa, lee: ¿qué hay escrito en los granos de uva? Don Bosco se acercó y vio que todos los granos tenían escrito el nombre de uno de los alumnos y el de su culpa.

«Entre tan-múltiples imputaciones recuerdo con horror las siguientes: -Soberbio -Infiel a su promesa -Incontinente -Hipócrita -Descuidado en todos sus deberes -Calumniador -Vengativo -Despiadado -Sacrílego -Despreciador de la autoridad de los superiores -Piedra de escándalo -Seguidor de falsas doctrinas. Vi el nombre de aquellos cuyo Dios es el vientre; de otros a los cuales la ciencia hincha; de los que buscan lo suyo, no lo de Jesucristo; de los que critican al reglamento de los superiores.

Vi también los nombres de ciertos desgraciados que estuvieron o que están actualmente con nosotros; y un gran número de nombres nuevos para mí, o sea, los que, con el tiempo, estarán con nosotros.

Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un verdadero desierto. No se veía alma viviente. Ni una planta, ni un riachuelo; la yerba seca y amarillenta ofrecía un aspecto de tristeza. No sabía dónde me encontraba, ni qué iba a hacer.

Tomamos un camino, hermoso, ancho, espacioso, y bien pavimentado. (El camino de los pecadores está bien enlosado, pero a su término está la fosa del sheol. Ecles. 21.10). A un lado y otro de las orillas del foso flanqueaban dos magníficos setos verdes, cubiertos de lindas flores. En especial despuntaban las rosas, entre las hojas, por todas partes. Aquel camino, a primera vista, parecía llano y cómodo y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho, me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo, y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ser llevado por el aire. Incluso noté que avanzaba, casi sin mover los pies. Nuestra carrera era, pues, veloz. Vi que por el mismo sendero me seguían todos los jóvenes del Oratorio, con numerosísimos compañeros a los que yo jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba vi de repente que ora uno ora otro, caían al suelo y eran arrastrados por una fuerza invisible hacia una horrible pendiente que se veía aun en lontananza, y que luego los metía de cabeza en un horno

-¿Qué es lo que hace caer a estos muchachos?, pregunté al guía.

-Acércate un poco más, me respondió.

Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban a ras del suelo y otros a la altura de la cabeza: estos lazos no se veían.

Por tanto muchos de los jóvenes al andar, quedaban presos por ellos, sin darse cuenta del peligro; en el momento de caer daban un salto y después rodaban por el suelo con las piernas en alto y, cuando se levantaban, corrían precipitadamente hacia el abismo. Unos quedaban presos por la cabeza, otros por el cuello, quien por las manos, quien por un brazo, este por una pierna, aquel por la cintura, e inmediatamente eran lanzados abajo.

Los lazos colocados abajo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de de una tela de araña, y al parecer, inofensivos. Y con todo pude observar que los jóvenes presos en ellos, caían a tierra.

Yo estaba atónito, y me dijo el guía:

-¿Sabes qué es esto?

-Un poco de estopa, respondí.

-Te diría que no es nada, añadió; no es más que el respeto humano.

Examine con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza de la ira,… Hecho esto, me eche un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba el mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que eran los de la deshonestidad, la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los primeros. Desde mi puesto de observación, vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás.

Y pregunté:

¿Por qué esta diferencia?

-Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano me fue respondido.

Mirando aún con mayor atención vi que entre los lazos había esparcidos muchos cuchillos que, manejados por una mano providencial, cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había además dos espadas. Una de ellas indicaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen. Había también un martillo: la confesión, y había otros cuchillos símbolos de las varias devociones a san José, a san Luis, etc.

Muchos rompían con estas armas los lazos al quedar prendidos o se defendían para no caer en ellos.

En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre los lazos de manera que nunca quedaban presos; pasaban antes de que el lazo estuviese tendido y, si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado, sin lograr atraparlos.

Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino f1anqueado de rosas; pero, a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, y empezaban a aparecer punzantes espinas. Luego, por mucho que me fijé, no se descubría ni una rosa, y en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después de los matorrales ralos y secos, partían ramas que se tendían por el suelo, impedían el paso y lo sembraban de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada, cuyos ribazos ocultaban las regiones vecinas y camino que descendía cada vez más se hacía espantoso, poco firme y lleno de baches, de salientes, de guijarros y de cantos rodados.

Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes, muchísimos de los cuales habían logrado salir de aquella senda engañosa y tomaban otros senderos.

El camino se hacía cada vez más horriblemente abrupto de forma que apenas si podía permanecer de pie.

Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, apareció ante nuestros ojos un edificio inmenso que tenía una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, surcada por el brillo de sanguinolentas llamas, se elevaba sobre aquellos murallones. Levanté mis ojos a aquellas murallas: eran más altas que una montaña.

Don Bosco preguntó al guía:

-¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto?

-Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta, me respondió; por la inscripción sabrás donde estamos.

Miré y leí sobre la puerta de bronce: Aquí no hay redención.

Me di cuenta de que estábamos ante las puertas del infierno.

Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontrarnos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás y con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciendo:

-¡Observa!

Tembloroso, alcé los ojos hacia arriba y, a una gran distancia, vi que por aquel camino en declive, bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento, y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle mayor impulso en la carrera.

Corramos, detengámosle, ayudémosle, gritaba yo tendiendo las manos hacia él.

Y el guía replicaba:

– No; déjalo.

-¿por qué no puedo detenerlo?

-¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios?

¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor?

Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino como si no hubiese encontrado en su huida más solución que ir a dar contra la puerta de bronce.

-¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, pregunté yo.

-Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno y va a atormentarle aun en medio del fuego.

En efecto, como consecuencia de aquel choque entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, ciento, y mil más impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible velocísimo.

Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una enfrente de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como una boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se alzaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me agarró del brazo y me dijo:

-Detente y observa de nuevo.

Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda otros tres jóvenes de nuestras casas que en forma de peñascos rodaban rapidísimamente uno tras otro liban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. En aquel instante conocí a los tres. La puerta se abrió y, después de ella, las otras mil; los jóvenes fueron empujados por aquel larguísimo corredor, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, aquellos desaparecieron y las puertas se cerraron. Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando… Vi precipitarse allí a un pobrecillo, impulsado por los empujones de un malvado compañero. Otros caían solos, algunos acompañados; unos agarrados del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte.

Mientras tanto, un nuevo grupo de jóvenes se precipitaba en el abismo y las puertas permanecieron abiertas durante un instante.

-Entra tú también, me dijo el guía.

Me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio, para avisar a los jóvenes y detenerlos a fin de que no se perdiera ninguno más. Pero el guía me volvió a insistir.

-Ven, que aprenderás más de una cosa. Penetramos en un estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con la luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una portezuela fea, gruesa, la inscripción: Los impíos irán al fuego eterno. Los muros estaban cubiertos de inscripciones en todo su perímetro. Pedí permiso a mi guía para leerlas y me contestó:

-Haz como te plazca.

Entonces miré por todas partes. En un sitio vi escrito: Pondré fuego en su carne para que ardan para siempre. Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos. -y en otro lugar: Aquí todos los males por los siglos de los siglos. En otros: Aquí no hay ningún orden sino que impera un horror sempiterno. El humo de sus tormentos sube eternamente. No hay paz para los impíos. Clamor y rechinar de dientes.

Mientras iba alrededor de los muros leyendo aquellas inscripciones, el guía que se había quedado en el centro del patio, se acercó y me dijo:

-Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola; hemos pasado la línea.

Apareció ante mis ojos una especie de inmensa caverna, que se perdía en las profundidades excavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas en movimiento, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, hierros, piedras, madera, carbón, todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calor millares y millares de veces al fuego de la tierra, sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. No puedo describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Preparado está desde hace tiempo un Tófet, también para Mélek un foso profundo y ancho; hay paja y madera en abundancia. El aliento de Yahvéh, cual torrente de azufre lo enciende (Isaías. 30.33).

Mientras miraba atónito todo aquello, llegó por un pasaje, con gran violencia, un joven que, como si no se diera cuenta de nada, lanzó un grito agudísimo, como quien está para caer en un lago de bronce hecho líquido y se precipitó en el medio, se tornó blanco como toda la caverna y quedó inmóvil, mientras por un momento resonaba el eco de su voz moribunda.

Horrorizado contemplé un instante a aquel joven y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.

-Pero ¿éste no es uno de mis jóvenes?, pregunté al guía; ¿no es fulano?

-Sí, sí, me respondió.

Apenas si había vuelto de nuevo la mirada, cuando otro joven, con furor desesperado y a grandísima velocidad, corría se precipitaba en la misma caverna: Éste pertenecía también al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Lanzó un grito lastimero y su voz se confundió con el último eco del grito del que había caído antes. Después de éste llegaron otros con la misma precipitación y su número fue en aumento: todos lanzaban el mismo grito y quedaban inmóviles incandescentes, como los que les habían precedido.

Como aumentaba mi espanto, pregunté al guía:

-¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta de que vienen a parar aquí?

-¡Oh! Sí saben que van al fuego; fueron avisados mil veces; pero siguen corriendo voluntariamente, por no detestar el pecado y no quererlo abandonar, por despreciar y rechazar la misericordia de Dios que incesantemente los llama a penitencia; y, por tanto, la justicia divina, provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no pueden parar hasta llegar a este lugar.

-¡Oh, qué terrible debe ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!, exclamé.

-¿Quieres conocer la íntima agitación y el frenesí de sus almas? Pues acércate un poco más, me dijo el guía.

Di unos pasos adelante hacia la ventana y vi que muchos de aquellos desdichados se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, y se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes y las arrojaban con despecho por el aire. En aquel momento toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre.

Y aquellos condenados rechinaban los dientes con envidia feroz, y respiraban afanosamente, porque en vida habían hecho a los justos blanco de sus burlas. El pecador verá y se irritará; dentellará y se deshará.

Pregunté al guía:

-Dime, ¿por qué no oigo ni una voz?

-Acércate más, me gritó.

Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los santos. Era un tumulto de voces y gritos estridentes y confusos por lo que pregunté a mi  amigo:

-¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan?

Y él añadió:

-Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: ¡Insensatos de nosotros! Teníamos su vida por locura y sin honor su fin, y he aquí que fueron contados entre los hijos de Dios y su suerte está entre los santos. Luego nos desviamos del camino de la verdad.

Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero son gritos inútiles, esfuerzos inútiles, llantos inútiles, ¡Todo dolor caerá sobre ellos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad.

Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto floreció una idea en mi mente.

-¿Cómo es posible, dije, que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes estaban aún vivos en el Oratorio ayer por la noche.

Y el guía me contestó:

-Todos los que ves aquí, están muertos a la gracia de Dios y si ahora los sorprendiera la muerte y continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo: prosigamos adelante.

Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciéndome a otro aún más bajo, en cuya entrada se leían estas palabras: Su gusano no muere y el fuego no se apaga… Meterá el Señor omnipotente fuego y gusanos en sus carnes, y lloraran penando eternamente (Judit. 16 21). Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestra casa.

El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios, y aun extraordinarios, para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias prometidas, ofrecidas y hechas por María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio.

Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros que estuvieron aquí con nosotros y otros muchos que yo no conocía. Me adelanté observé que todos estaban cubiertos de gusanos asquerosos insectos que se devoraban Y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos, todo, y tan lastimosamente que no hay palabras para explicarlo. Permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse librar de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más y me acerqué para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ninguno me dirigía la palabra ni me miraba. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me respondió que en el otro mundo no hay libertad para los condenados; cada uno soporta el castigo que Dios le impone sin variación alguna y no puede ser de otra manera.

Y añadió:

-Ven adentro y observa la bondad y la omnipotencia de Dios, que amorosamente pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna.

Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre éstas, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos huecos que comunicaban con la caverna.

El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento y exclamó:

-La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos muchachos.

-Pero ¿no se han confesado?

-Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado a propósito. Por ejemplo: uno que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro pero en la niñez y sintieron vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal y no lo dijeron todo. Otros no tuvieron dolor y el propósito. Algunos incluso, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos para toda la eternidad. Solamente los que arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la misericordia de Dios?

Levantó el velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio a todos los cuales conocía, condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta.

-Al menos ahora, le supliqué, ¿me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular?

No hace falta, me respondió.

-Entonces, ¿qué les debo decir?

-Predica en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que, aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltara nunca a tos jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes, que escuchen tus amonestaciones, que pregunten a su conciencia y ella les sugerirá lo que deben hacer.

Y volviéndose hacia otra parte, levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Los que quieren hacerse ricos, caerán en la tentación y en el lazo del demonio.

Lo leí y dije:

-Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasan por la imaginación!

Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía, señalándolos, me respondió:

-Sí, también interesa esta inscripción a tus muchachos.

-Explícame entonces el significado del término ricos.

Y siguió él diciendo:

-Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado los aparta del amor a Dios, faltando por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo de las mismas, tanto más si este deseo va contra la justicia. Tus jóvenes son pobres; pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y, a pesar de que pueden hacerlo, no piensan en restituir. Hay quien piensa abrir la despensa con ganzúas; y quien intenta penetrar en las dependencias del Prefecto o del Ecónomo; quien registra los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero u otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso…

Me dijo el nombre de éstos y de otros más, y continuó:

-Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado prendas de vestir, ropa blanca, cubrecamas y capas que pertenecían al Oratorio, para enviarlas a sus casas. Algunos, por algún otro daño grave, ocasionado voluntariamente y no reparado. Otros, por no haber restituido los objetos y cosas que les habían prestado, y alguno por haber retenido dinero que se le había confiado para que lo entregase al Superior.

Y concluyó diciendo.

Y puesto que te fueron indicados estos tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor; de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, la muerte y la perdición.

Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas, a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia, tuviesen aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones, diciéndome:

-Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder.

Y levantó otro velo que ocultaba a muchos de otros de nuestros jóvenes, a los que conocí inmediatamente y que están en el Oratorio.

Sobre aquel velo estaba escrito: Raíz de todos los males.

E inmediatamente me preguntó:

-¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado en esta inscripción?

-Me parece que debe ser la soberbia.

-No, me respondió.

-Pues yo siempre he oído decir que la soberbia es la raíz de todos los pecados.

-Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y Eva en el primer pecado, por el que fueron arrojados del Paraíso terrenal?

-La desobediencia.

-Cierto, la desobediencia es la raíz de todos los males.

-¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto?

-Presta atención. Esos jóvenes que ves aquí, son los desobedientes que se están preparando un fin tan lastimoso. Esos tales y esos cuales que tú crees se han ido a descansar y, en cambio, de noche se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de las prohibiciones del reglamento, van a lugares peligrosos, suben por los andamios de las obras en construcción poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, pese a las normas de los reglamentos, van a la iglesia, pero no están en ella como deben; en vez de rezar, están pensando en otras cosas y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes sólo se preocupan de apoyarse y buscar una posición cómoda para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros, tú crees que van a la iglesia y en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que, en vez de cantar las divinas alabanzas y el oficio de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, hasta leer libros prohibidos.

Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.

Cuando hubo terminado, le miré conmovido a la cara; él clavó sus ojos en mí y yo le dije:

-¿Puedo referir todas estas cosas a mis muchachos?

-Sí, puedes decirles cuanto recuerdes.

-¿y qué consejo he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias?

-Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en las cosas pequeñas, los salvará.

-¿Y qué más?

-Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado de David; incúlcales que estén, siempre ocupados, pues el demonio no tendrá tiempo para tentarlos. Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno.

-¡No, no!, grité horrorizado.

Él insistía y yo me negaba siempre.

-No temas, me dijo; prueba solamente, toca este muro.

Me faltaba valor para hacerlo y quería alejarme, pero él me detuvo insistiendo:

-A pesar de todo es necesario que lo pruebes.

Y, aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía:

-Tócalo una vez al menos, para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos y para que puedas comprender cuán terrible será la última, si así es la primera. ¿Ves esa muralla?

Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal. El guía prosiguió:

-Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Mil muros más lo rodean. Cada uno tiene mil medidas de espesor y de distancia del uno al otro, y cada medida es de mil millas; éste está a un millón de millas del verdadero fuego del  infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Me agarró la mano y me hizo golpear sobre la piedra… Sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que, saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo me desperté»

Añade el Santo: «Al hacerse de día pude comprobar que mi mano, en realidad estaba hinchada». Se le cambió la piel de la mano derecha.

Al final de su vida, san Juan Bosco vio de nuevo las penas del Infierno. Así lo relata:

– Vi primeramente una masa informe. De ella salían los gritos de dolor. Pude oír estas palabras: «Muchos alardean en la tierra, pero arderán en el fuego». Vi personas indescriptiblemente deformes.

Don Bosco conocía a aquellos infelices. Su terror era cada vez más opresor. Preguntó en alta voz:

-¿No será posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo?

-Sí, hay remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oración incesante y con la frecuente comunión.

En el curso del relato, un temblor agitaba todos los miembros del Santo, su respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.

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