Orientaciones Episcopales
Carta Colectiva del Episcopado Español 1-7-1937 (III) Ave María- Marzo 2007
4.- EL QUINQUENIO QUE PRECEDIÓ A LA GUERRA
Afirmamos, ante todo, que esta guerra la han acarreado la temeridad, los errores, tal vez la malicia o la cobardía de quienes hubiesen podido evitarla gobernando la nación según justicia.
Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores de 1931 y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional.
Anulados los derechos de Dios y vejada la Iglesia, quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo la vida social, que es la religión. El pueblo español, que en su mayor parte mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta contra un poder social que había faltado a la justicia más fundamental, que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos.
Junto con ello, la autoridad, en múltiples y graves ocasiones, resignaba en la plebe sus poderes. Los incendios de los templos de Madrid y provincias en mayo de 1931, las revueltas de octubre de 1934, especialmente en Cataluña y Asturias, donde reinó la anarquía durante dos semanas; el período turbulento que corre de febrero a julio de 1936, durante el cual fueron destruidas o profanadas 411 iglesias y se cometieron cerca de 3000 atentados graves de carácter político y social, presagiaban la ruina total de la autoridad pública, que se vio sucumbir con frecuencia a la fuerza de poderes ocultos que mediatizaban sus funciones.
Nuestro régimen político de libertad democrática se desquició, por arbitrariedades de la autoridad del Estado y por coacción gubernamental que trastocó la voluntad popular, constituyendo una máquina política en pugna con la mayoría de la nación, dándose el caso, en las últimas elecciones parlamentarias, febrero de 1936, de que, con más de medio millón de votos de exceso sobre las izquierdas, obtuviesen las derechas 118 diputados menos que el Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de provincias enteras, viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento.
Y a medida que se descomponía nuestro pueblo por la relajación de los vínculos sociales y se desangraba nuestra economía y se alteraba sin tino el ritmo del trabajo y se debilitaba maliciosamente la fuerza de las instituciones de defensa social, otro pueblo poderoso, Rusia, empalmando con los comunistas de aquí, por medio del teatro y del cine, con ritos y costumbres exóticas, por la fascinación intelectual y el soborno material, preparaba el espíritu popular para el estallido de la revolución, que se señalaba casi a plazo fijo.

El 27 de febrero de 1936, a raíz del triunfo del Frente Popular, el Komintern ruso decretaba la revolución española y la financiaba con exorbitantes cantidades. El 1 de mayo siguiente, centenares de jóvenes postulaban públicamente en Madrid “para bombas y pistolas, pólvora y dinamita para la próxima revolución”. El 16 del mismo mes se reunían en la Casa del Pueblo de Valencia representantes de la URSS con delegados españoles de la III Internacional, resolviendo, en el noveno de sus acuerdos: “Encargar a uno de los radios de Madrid, el designado con el número 25, integrado por agentes de policía en activo, la eliminación de los personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de interés en la contrarrevolución”. Entre tanto, desde Madrid a las aldeas más remotas, aprendían las milicias revolucionarias la instrucción militar y se las armaba copiosamente, hasta el punto de que al estallar la guerra contaban con 150.000 soldados de asalto y 100.000 de resistencia.
Os parecerá, Venerables Hermanos, impropia de un Documento episcopal la enumeración de estos hechos. Hemos querido sustituirlos a las razones de derecho político que pudiesen justificar un movimiento nacional de resistencia. Sin Dios, que debe estar en el fundamento y en la cima de la vida social; sin autoridad, a la que nada puede sustituir en sus funciones de creadora del orden y mantenedora del derecho ciudadano; con la fuerza material al servicio de los sin-Dios y sin conciencia, manejados por agentes poderosos de orden internacional, España debía deslizarse hacia la anarquía, que es lo contrario del bien común y de la justicia y orden social. Aquí han venido a parar las regiones españolas en que la revolución marxista ha seguido su curso inicial.
Estos son los hechos. Cotéjese con la doctrina de Santo Tomás sobre el derecho a la resistencia defensiva por la fuerza y falle cada cual en su justo juicio. Nadie podrá negar que al tiempo de estallar el conflicto, la misma existencia del bien común -la religión, la justicia, la paz- estaba gravemente comprometida y que el conjunto de las autoridades sociales y de los hombres prudentes que constituyen el pueblo en su organización natural y en sus mejores elementos, reconocían el público peligro. Cuanto a la tercera condición que requiere el Angélico, de la convicción de los hombres prudentes sobre la probabilidad del éxito, la dejamos al juicio de la historia: los hechos, hasta ahora, no le son contrarios.
Respondemos a un reparo, que una revista extranjera concreta al hecho de los sacerdotes asesinados y que podría extenderse a todos los que constituyen este inmenso trastorno social que ha sufrido España. Se refiere a la posibilidad de que, de no haberse producido el alzamiento, no se hubiese alterado la paz pública:
A pesar de los desmanes de los rojos –leemos-, queda en pie la verdad de que si Franco no se hubiese alzado, los centenares o millares de sacerdotes que han sido asesinados hubiesen conservado la vida y hubiesen continuado haciendo en las almas la obra de Dios. No podemos suscribir esta afirmación, testigos como somos de la situación de España al estallar el conflicto. La verdad es lo contrario; porque es cosa documentalmente probada que en el minucioso proyecto de la revolución marxista que se gestaba y que habría estallado en todo el país si en gran parte de él no lo hubiese impedido el movimiento cívico-militar, estaba ordenado el exterminio del clero católico como el de los derechistas calificados, como la sovietización de las industrias y la implantación del comunismo. Era por enero último cuando un dirigente anarquista decía al mundo por radio: Hay que decir las cosas tal y como son, y la verdad no es otra que la de que los militares se nos adelantaron para evitar que llegáramos a desencadenar la revolución.
Quede, pues, asentado, como primera afirmación de este escrito, que un quinquenio de continuos atropellos de los súbditos españoles en el orden religioso y social puso en gravísimo peligro la existencia misma del bien público y produjo enorme tensión en el espíritu del pueblo español; que estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima decidieron subvertir el orden constituido e implantar violentamente el comunismo; y por fin, que por lógica fatal de los hechos no le quedaba a España más que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en la regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, en esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales.