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contemplación, Dios, divinas personas, Nazaret, san ignacio, voluntad
«El primer día y primera contemplación de la segunda semana es la Encarnación y contiene en sí la oración preparatoria, 3 preámbulos y 3 puntos y un coloquio» (San Ignacio).
La oración preparatoria es pedir gracia a Dios nuestro Señor, para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de Su Divina Majestad.
San Ignacio no usa la palabra «contemplación» en su sentido propio, místico, de una vista simple y afectuosa de Dios o de las cosas divinas, sino como sinónima de meditación visible.
El primer preámbulo es «recordar la historia de la cosa que tengo que contemplar; que es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo viendo que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad que la segunda persona se haga hombre, para salvar el género humano, y así venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san Gabriel a nuestra Señora».
La anunciación de Jesús.
En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
Y presentándose a ella, le dijo: Salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y Su reino no tendrá fin.
Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios.
E Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios. Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel.
El segundo preámbulo es composición, viendo el lugar: aquí será ver la grande capacidad y redondez del mundo, en la cual están tantas y tan diversas gentes; asimismo, después, particularmente la casa y aposentos de nuestra Señora, en la ciudad de Nazaret, en la provincia de Galilea.
El tercer preámbulo es pedir lo que quiero. Sera aquí pedir conocimiento interno del Señor, que por mi se ha hecho hombre para que más le ame y le siga.
El conocimiento interno de Jesús que debemos pedir, insistentemente, no es un conocimiento meramente intelectual o histórico. Es el conocimiento interno de la gracia, que penetra en lo más íntimo de nuestro corazón y, transformado en sentimiento y en acción, se convierte en obras concretas de amor a Dios y al prójimo.
«El primer punto es ver las personas, las unas y las otras y primero las de la haz de la Tierra, en tanta diversidad, así en trajes como en gestos: unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos, otros enfermos, unos nasciendo y otros muriendo, etc. 2°: ver y considerar las tres personas divinas como en el su solio real o trono de la su divina majestad, cómo miran toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad, y cómo mueren y descienden al infierno. 3°: ver a nuestra Señora y al ángel que la saluda, y reflitir para sacar provecho de la tal vista.»
«El segundo punto es oír lo que hablan las personas sobre la haz de la Tierra y las personas divinas en el Cielo. El tercer punto es mirar lo que hacen las personas sobre la haz de la tierra, así como herir, matar ir al infierno; lo que hacen las tres divinas personas, obrando la santísima encarnación; y mirar a Nuestra Señora.»
Ver, oír, mirar: san Ignacio enseña a vivir la contemplación. No somos espectadores, sino actores. En la contemplación del nacimiento, nos dice el santo: «Haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos (a Jesús, la Virgen y san José)… como si presente me hallase… Para que más le ame y le siga.»
San Ignacio expone gráficamente la degradación a la que había llegado el género humano. Lujuria, latrocinio, idolatría,… todos los vicios. Verdaderamente el mundo estaba en manos del diablo. La corrupción de las ideas sobre Dios, la mujer, el niño, el esclavo, hasta del mismo pueblo de Dios era horrible. Así vivían y así morían. El hombre se envilece cuando se aparta de Dios. Hoy como ayer el hombre sin Dios se va asemejando más y más a la bestia de los enemigos de la cruz de Cristo, San Pablo diría a los Filipenses; «El término de esos será la perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que solo aprecian las cosa terrenas» (3, 19).
Dice san Ignacio que las tres divinas personas, en su trono de la divina majestad, miran toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad, y como mueren y desciende al infierno. El salmo 14, 1-3, dice; «Al maestro de coro de David dice el necio en su corazón: «No hay Dios». Se han corrompido haciendo cosas abominables, no hay quien haga el bien. Se inclina Yahvé desde los cielos hacia los hijos de los hombres para ver si hay algún cuerdo que busque a Dios. Todos se han descarriado y a una se han corrompido, no hay quien haga el bien; no hay ni uno sólo». San Pablo le escribe lo mismo a los romanos (3, 10-12).
Bien castigó a la humanidad con el diluvio universal, porque «la tierra estaba toda corrompida ante Dios» (Gen. 6, 11). A Sodoma y Gomorra las arrasó por sus aberraciones sexuales con una lluvia de fuego y al pueblo de Israel lo castigó por una infidelidad con la cautividad.
Lo lógico sería un nuevo castigo de Dios, ante tanta corrupción e idolatría. Pero no fue así. Los caminos de Dios son inescrutables. Las tres divinas personas, movidas por su infinita misericordia, decretaron la redención del género humano. El Hijo se ofrece para reparar los pecados de los hombres y aplacar la justa ira de Dios Padre. Dios padre entrega a su Hijo por nuestro amor. «Cuando más abunda el pecado tanto más abunda la gracia» (Rom. 5,20). En el prólogo de su evangelio san Juan dice: «Al principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios… y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn. 1, 1-20).
En Nazaret, aldea ignorada de Galilea, vivía una niña hermosa, María, la llena de gracia, la Virgen santísima, la purísima, la Inmaculada. La Trinidad Santísima, que había decidido hacer redención, la miro complacida; las tres divinas personas la eligieron como Madre, Hija y Esposa. La pureza virginal de esta doncellita pobre, humilde y santa, arrancó de los cielos al mismo Hijo de Dios, para recibirlo en sus purísimas entrañas y hacerlo hijo suyo.
«He aquí la esclava del señor, hágase en mí según su palabra». Fiat. Ya se ha cumplido la promesa hecha por Dios a su pueblo hace más de setecientos años: «Una Virgen concebirá» y su hijo será Emmanuel, Dios con nosotros (Isaías 7, 14). En aquel instante la Virgen quedó hecha templo vivo del Hijo de Dios. Por la Encarnación Jesús se hace nuestro hermano, nuestro salvador, nuestro redentor, nuestro sumo sacerdote. Hay que llenar el corazón de agradecimiento por la infinita misericordia de Dios. Dios Padre entrega a Su Hijo por nuestro amor. El Hijo de Dios se hace hombre para arrebatar nuestros corazones. Amor con amor se paga. El Hijo de Dios se hizo hombre por mí. No lo olvidemos jamás.
Podemos empezar esta contemplación, enfocando la casita de Nazaret, y allí, absortos, ver el rostro de belleza celestial de nuestra madrecita. Si vemos su rostro pletórico de belleza y alegría, nuestros ojos se purificaran y no querrán mirar nunca nada que pueda manchar la pureza del alma.
En el coloquio podemos decirle a Dios Padre: «Hágase en mí según tu palabra». No según mi capricho, mi gusto, mis comodidades; ni según lo que diga el mundo, ¡Señor yo quiero cumplir siempre tu voluntad! ¡qué dignidad! ¡Hijo de Dios, hermano de Jesucristo, hijo de María santísima! Madrecita del alma querida, en mi pecho yo tengo para ti un altar.
P. Manuel Martínez Cano, mCR

