Para la Mayor Gloria de Dios y en honor de su fiel siervo el Padre
José María Alba Cereceda S. J., invocando el favor de la Señora, voy a dar una ligera pincelada del modo de ser del Padre. Escribiré unos cuantos recuerdos, para que sea algo más conocido, aunque ya sé que serán solamente unas gotas en el mar.
En primer lugar, de su personalidad, humanamente hablando. Siendo el Padre Alba una persona de cualidades muy excepcionales, aunque en su humildad jamás se jactaba de ello, podía aparecer incluso simple, pues era sumamente sencillo y abierto con todo el mundo que le rodeaba (en ello se basaron sus enemigos para decir que en el orden natural no servía para nada). No tenía doblez.
Llamaba la atención su agudeza de entendimiento en el trato con la gente, que dejaba prendado a todo el mundo. Sabía tratar a toda clase de personas: sabios, personajes ilustres, eruditos en cualquier campo del saber, gente sencilla de la calle, trabajadores de todas clases, vendedoras del mercado… Tenía gracia para decir en cada momento y a cada uno lo que le llegaba al corazón y dejaba boquiabierto al más erudito -y a los que Io acompañaban-, pues sorprendían siempre sus salidas, aun después de tantos años de conocerlo y estar con él casi continuamente. Admiraba siempre a los que vivían con él cuando se empezaba una conversación sobre cualquier tema o hablaba con personajes duchos en algo específico, cómo él se ponía a la altura de sus conocimientos, fuera el que fuera el campo del saber al que correspondieran.
Incluso pocas horas antes de morir, en aquellas terribles noches inquietas en que no podía dormir recitaba hermosas y largas poesías en francés o de San Juan de la Cruz, o pedía, como una vez, que le buscáramos en concreto el poema A los caballos de los conquistadores de un poeta del s, XIX-XX, que, por cierto, no encontrarnos en la biblioteca (él mismo quiso que le lleváramos aún cuando apenas se tenía en pie, para verificar que no estaba, aunque apenas veía). Eran las dos o las tres de la madrugada y se justificó diciendo: Es que he sido profesor de Literatura. Tenía una gracia especial en su estilo literario y en su oratoria. Llamaba la atención en su construcción de las frases la expresión de sus ideas, el modo propio con que lo hacía… y aunque divagara, no perdía jamás el hilo de lo que se había propuesto decir. En los últimos días, casi incapaz de hablar por su extrema debilidad y por la trepanación que le hicieron del cráneo para realizar la biopsia -el decía que le habían tocado el nervio de la mandíbula inferior derecha-, musitaba, con apenas voz, lo que tenía que decir con el mínimo de palabras, y aun en este estado, dictó las cartas de despedida, con múltiples interrupciones, para taparse la cara con las manos o descansar sobre el brazo, pues se agotaba o tenía dolor -no lo supimos-, y resultaba dramático el oírle, pero sus cartas resultaban bien hilvanadas.
Tenía una personalidad sumamente rica. Siempre demostró un gran equilibrio emocional. Nos dejaba a todos admirados. A veces solía decir que, de joven, un cierto amigo suyo le había dicho que era incapaz de conocer lo que le afectaba en el campo emocional. Junto a la agudeza de entendimiento tenía esta personalidad tan polifacética. Era firme en sus ideas. Cuando empezaba un proyecto, aunque hubiera interrupciones, lo acababa, incluso hasta en los momentos más difíciles de sus últimos días. Para educar a los que le rodeaban siempre decía con acierto lo que le convenía a cada uno, aunque le pudiera sentar mal, pero siempre dejaba el corazón consolado, pues al mismo tiempo era sumamente afectuoso y cariñoso. Con suma serenidad veía partir a los jóvenes que él había formado que se iban al seminario o, una vez ordenados-, a sus parroquias, y parecía que no se inmutara, pero, una vez marchados, hacía comentarios como las despedidas son un poco como la muerte. No era amigo de blandenguerías. Sólo en los últimos días se le oyó decir a unos y a otros, de los muchos que pasaron a verle, palabras y demostraciones de más afecto, como: tomar la mano del visitante y ponérsela sobre el corazón, reiterándole su afecto.
En fin, no acabaríamos de expresar todo lo que nos ha demostrado estos últimos días. Su nobleza de corazón se demostró más en los últimos días pues nos agradecía a todos nuestra lealtad y nuestra fidelidad, sobre todo en la hora amarga de la persecución hace unos años. Lo agradeció siempre, pero lo manifestó más en sus últimos días: uno a uno nos decía palabras de agradecimiento.
Conociendo su carácter abierto al máximo, alegre en todo momento, confiado y seguro de sí mismo, sencillo y humilde, siempre de buen humor, a menudo no se sabía si decía las cosas en serio o en broma. Siempre nos incitaba a ser la alegría de los que nos rodearan, a hacer la vida alegre a los demás. Cuando anuncié a una de las señoras del servicio que ya volvía del hospital, exclamó: ¡Qué bien! ¡Ya llega la alegría de la casa!… Es verdad, así lo hablábamos entre nosotras el otro día. Él siempre sabía decir palabras agradables a todo el que le salía al paso.
En ocasiones se decía de él mismo: A veces me parece que soy el oso (el que hace reír).
Un día entró en un mercado para buscar cajas, pues había que guardar libros, y a los pocos momentos ya tenía revolucionadas a todas las vendedoras y, naturalmente riendo gozosas, todas arremolinadas a su alrededor. Al salir decía: Voilá le témoignage!… pues llevaba sotana y sabía que daba testimonio de sacerdote. Como esta anécdota se pueden contar múltiples.
En las bodas de sus jóvenes, al terminar, cogía las tarjetas de los menús y ¡ya la tenía liada! En ellas escribía poesías anónimas dirigidas a las damas alabándoles su peinado o la prenda que llevaran que más llamaba la atención, y las mandaba por medio de los niños que hubiera, con lo que tenía al comedor entero revolucionado.
Su virtud principal, a mi entender, era su misericordia: todo lo llevaba a la mejor parte, todo lo justificaba, tenía
un gran corazón, que enamoraba a todo el que se le acercaba: los niños del colegio recurrían a él cuando se hacían merecedores de castigo, pues sabían que él les estimularía a pedir disculpas y a suavizar y enmendar su maldad.
Una exclamación que se le oía decir a menudo era ¡MAGNÍFICO! y en los últimos días dijo que había ofrecido todos sus magníficos por la salvación de Israel.
Algo se ha dicho hasta aquí de cómo era el padre Alba, visto exteriormente… aunque cada una de sus virtudes y facetas merecería capítulo aparte. Pido a todos los que le han conocido que escriban anécdotas, recuerdos suyos… aunque hay tanto que no creo que pueda ser posible ser publicado exhaustivamente.
Isabel Lamarca