jesusJosé Guerra Campos

Ahora bien, el principio básico sigue en pie: el milagro no puede ser aceptado. ¿Qué son, pues, los relatos de los orígenes cristianos? No son relatos, son la expresión de una idea, que es lo que se llama mito. El mito no es una cosa falsa para estos hombres, ni menos para los críticos contemporáneos. El mito es una idea que puede ser incluso exacta y verdadera pero que, en vez de exponerse en forma conceptual, en forma directamente filosófica (ensamblando ideas, conceptos universales, categorías, etc.), se expone en forma narrativa. En estos casos, ellos suponen que hubo durante generaciones (partiendo de un hecho inicial muy oscuro, un Jesús incógnito del cual no se sabe nada) un movimiento de meditación, un proceso ideológico que duró quizás un siglo, y al cabo de este tiempo se proyectó hacia atrás en forma de relato (según vieja costumbre) esta construcción mental, este ideal montado sobre Jesús (un Jesús desconocido): el ideal mesiánico, el ideal de redención, de esperanza para la humanidad.

Este relato, por tanto, no tiene contenido histórico, no es más que un símbolo de aspiraciones de la humanidad y, ahora que lo descubrimos, como tal debemos tomarlo, eliminar su sentido histórico (que no le corresponde) y quedarnos con su simbolismo. Por eso, el patriarca, el príncipe de este movimiento, que es el famosísimo Strauss, termina su libro sobre Jesús con unos capítulos verdaderamente tristes, porque él reconoce el vacío tremendo que produce esta afirmación y trata de llenarlo con el arte, concretamente con la música alemana, cosa que no acaba de satisfacer.

Dejando aparte -repito, porque ahora no tiene ningún interés- las mil formas de manejar los textos, los datos literarios, de estudiar el ambiente histórico, las influencias helénicas, romanas, orientales, etc., para montar este embrollo y quedándonos sencillamente con el eje, que por ahora basta, digamos que todos los partidarios de esta interpretación de Jesús como mito, es decir, como una idealización (que luego, muy tarde, en el siglo II, se presenta en forma narrativa), tienen que partir de este dato: que los textos que tenemos, los veintisiete escritos del Nuevo Testamento, serían del siglo II, un siglo posteriores al tiempo de Jesús.

Desde la segunda mitad del siglo XX ya unánimemente, este supuesto de Strauss y de Baur y de algunos más, de que los escritos son tardíos (del siglo II), fue declarado falso. En un proceso creciente de averiguación crítica hecha por hombres agnósticos en gran parte, algunos ateos y muchos de ellos vacilantes, a principios del siglo XX el hombre quizás más significativo de estos estudios de crítica histórica y de análisis de los textos, que es el famosísimo Adolfo Harnack  escribió: «Hace 60 años, David Federico Strauss creía haber despojado de todo valor a los tres Evangelios. El trabajo histórico y crítico de dos generaciones ha restituido en gran parte tal valor. Los Evangelios en lo esencial, pertenecen todavía a la época primitiva judaica del Cristianismo, a aquella breve época que podemos llamar paleontológica. El carácter absolutamente único de los Evangelios es hoy reconocido por todos los críticos: sin ninguna duda, tenemos ante nosotros la tradición primitiva».

Llegados aquí, prácticamente todos los que se dedican al estudio de estos temas, tienen que reconocer que en nuestros escritos, en nuestras fuentes originarias, hay una historicidad substancial. Más aún: si son de esa época primitiva (paleontológica judaica) del Cristianismo, o sea de los años 30,40,50 y todo lo más 60, no hay tiempo para ese proceso mitificador, para ese imaginarse y construir conceptualmente una figura simbólica desarraigada de los hechos, porque los hechos están ahí y los testigos sobreviven y los que han experimentado la vida y la muerte del Señor son consultables en gran parte.

De ahí que esta fase de últimos decenios del siglo XIX y primeros del XX sea la más inquietante, inconsistente e inestable de todos estos estudios críticos. Porque los que no aceptan la realidad de los hechos sobrenaturales, en virtud del principio filosófico a priori indicado, tienen que afirmar simultáneamente dos cosas que se oponen mutuamente: la historicidad substancial de los relatos sobre Jesús y la negación de lo que esos relatos afirman; y, entonces, las habilidades para conjuntar las dos cosas rebasan toda medida. El hecho es, sin embargo, que se mantiene -e incluso se reafirma, se robustece- la distinción que luego se ha puesto de moda, que hace pocos años entra en nuestros libros -tardíamente, miméticamente- entre el llamado Jesús histórico y el Jesús divinizado o transfigurado por la fe, por la vida religiosa de los creyentes o de las comunidades primeras.

Lo característico de esta fase en todos los autores (algunos de ellos muy notables) es precisamente el intento de desgajar de este conjunto los trazos que configuran la personalidad histórica de Cristo, que antes se declaraba inaccesible o puramente mítica, de modo que en este dato histórico, esta especie de núcleo, se vea el fenómeno provocador que explica la ulterior idealización. Porque este es el tema: ¿por qué un señor que no sea algo extraordinario, un señor fracasado, un señor crucificado, provoca en generaciones sucesivas esta increíble idealización que hace ver en Él a Dios y a un resucitado? Estas cosas son las que hay que explicar. Es sabido que todos los autores de este momento (década de 1890 y principios del siglo XX hasta la Guerra Europea), siguen dos rumbos que a veces se entrecruzan: uno es el que se ha llamado la escuela liberal, la escuela de los protestantes, pero con algún católico tránsfugo (como Renán, por ejemplo), y otro la escuela que se ha llamado escatologista o escatológica.

La escuela liberal (que es la que inspira la obra de Renán, incluso las obras de Harnack y tantos otros) sostiene sencillamente que en los Evangelios y en todos los demás escritos del Nuevo Testamento hay que deslindar un núcleo histórico y una magnificación, una divinización, una creación espiritual. El núcleo histórico, ¿cuál sería?: un Jesús modelo de actitudes morales y de sentimientos religiosos, nada más; una persona extraordinaria en eso, en su íntima actitud de obediencia, de confianza en el Padre, de amor y desprendimiento. El valor en la Historia, un valor único (eso sí que no se cansan de exaltarlo) sería que esta actitud ha logrado despertar estimulantemente una corriente de actitudes semejantes, que han contribuido más que nada en toda la Historia al progreso auténticamente humano.

Pero los de la otra tendencia, grupo o escuela, creen que si Jesús no fue en realidad más que un moralista, un hombre ejemplar, entonces no se entiende nada, porque el fenómeno del Cristianismo es un fenómeno tan singular y tan extraordinario que tuvo que haber algo más extraordinario, menos sosegado. Moralistas ha habido muchos en el mundo, quizás ninguno igual a la figura de Jesús tal como la diseñan los libros del Nuevo Testamento, pero se le parecen (y aún contemporáneamente conocemos a muchos). Y ninguno de ellos es capaz de poner en marcha un movimiento de los caracteres típicos del Cristianismo en el siglo I.