P. Manuel Martínez Cano mCR.

Íbamos caminando a Santiago de Compostela. El padre Alba se adelantó con la camioneta de vivires para prepararnos la comida. Al vernos llegar, saltaba de alegría diciendo «¡Ya no hay infierno!». Se lo dijeron los feligreses al párroco y el párroco se lo dijo al padre. Lo que San Juan Pablo II había dicho era que el infierno más que un lugar es un estado. Sí, el infierno es un estado de sufrimiento eterno.

Es dogma de fe que el infierno es un estado en el que las almas que han salido de este mundo en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte son atormentadas con penas eternas. Benedicto XII declaró en su constitución dogmática Benedictus Deus: «Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentadas con suplicios infernales». Otros documentos de la Iglesia afirman lo mismo.

La existencia del infierno la han negado varias sectas, qué suponen la total aniquilación de los impíos después de su muerte. El materialismo niega la inmortalidad del alma. San Agustín salió en defensa de la eterna duración de las penas del infierno contra los origenistas y los «misericordiosos» (San Ambrosio), que en atención a la misericordia divina enseñaban la restauración de los cristianos fallecidos en pecado mortal.

El Antiguo y Nuevo Testamento enseñan clarísimamente la existencia y penas que sufren los condenados en el infierno: “¡Ay de los que atacan a mi pueblo! El Señor Todopoderoso los castigara en el día del juicio, serán entregados al fuego y los gusanos, llorarán con dolor eternamente» (Judit 16, 17). Jesús dice: «Y si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la gehena donde el gusano no muere y el fuego no se apaga» (San Marcos 9, 48-50); El replicará: «En verdad os digo: lo que no hiciste con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hiciste conmigo», “Y estos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna» (San Mateo 25, 45-46). “El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad. Y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (San Mateo 13, 41-42).

Los condenados en el infierno sufren la pena de daño que consiste en verse privado de la visión beatífica de Dios: «¡Apartaos de mi malditos!».

La pena de sentido consiste en los tormentos causados externamente por medio sensibles: fuego, alaridos, crujir de dientes. El Nuevo Testamento dice en veintitrés ocasiones que en el infierno hay fuego: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (San Mateo 25, 41).

De la pena de sentido han escrito muchos santos: «La desesperada muchedumbre de condenados, viven en estado cadavérico exhalando un hedor insoportable» (San Buenaventura).

“Tal como caiga el condenado en el infierno así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio, ni mover mano ni pie, mientras Dios sea Dios» (San Alfonso Mª de Ligorio). «No habrá allá más claridad que la que precisa para acrecentar los tormentos». “En los condenados será más grave la pena por la privación de la Gloria que por los mismos sufrimientos del infierno» (San Juan Crisóstomo). San Agustín dice que hay una gran diferencia entre el fuego del infierno y el de la tierra que es «fuego en apariencia», en comparación con el del infierno.

Varios santos han tenido visiones y experiencias del infierno.

Santa Teresa:

“Sentí un fuego en el alma que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan incomportables, que con haberlos pasado en esta vida gravísimos, y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar, no es todo nada en comparación de lo que allí sentí y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar”. “No veía yo quién me los daba, más sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor”.

San Juan Bosco:

“Se veía una portezuela fea, gruesa, la peor que había visto jamás y encima de la cual se leía esta inscripción: Los impíos irán al fuego eterno. Los muros estaban cubiertos de inscripciones en todo su perímetro. Pedí permiso a mi guía para leerlas y me contestó:

-Haz como te plazca.

Entonces miré por todas partes. En un sitio vi escrito: Pondré fuego en su carne para que ardan para siempre. Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.

 

-Y en otro lugar:

Aquí todos los males por los siglos de los siglos.

-En otros:

Aquí no hay ningún orden, sino que impera un horror sempiterno. El humo de sus tormentos sube eternamente. No hay paz para los impíos. Clamor y rechinar de dientes”.

Las dos grandes revelaciones del siglo XX son la Virgen de Fátima (Portugal) y la Divina Misericordia.

Fátima:

“La Virgen María en su tercera aparición el día 13 de julio de 1917, muestra a las tres videntes de Fátima el infierno. Así lo relata Lucía: Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos como los meses anteriores. El reflejo parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debía ser a la vista de eso que di un «ay» que dicen haber oído.) Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros tizones de brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza:

-Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz”.

Santa Faustina Kowalska, Divina Misericordia:

“Hoy día fui llevada por un Ángel al abismo del infierno. Es un sitio de gran tormento. ¡Cuán terriblemente grande y extenso es! Las clases de torturas que vi:

– La primera tortura que vi es la privación de Dios;

– la segunda es un perpetuo remordimiento de conciencia;

– la tercera es que la condición de uno nunca cambiará;

– la cuarta es el fuego que penetra en el alma sin destruirla – ya que es puramente fuego espiritual – prendido por la ira de Dios;

– la quinta tortura es una oscuridad continua y un olor sofocante terrible. A pesar de la oscuridad, los demonios y las almas de los condenados se ven entre ellos;

– la sexta tortura es la compañía constante de Satanás;

– la séptima tortura es una angustia horrible, odio a Dios, palabras indecentes y blasfemias”.

San Juan Pablo II:

«El hombre en cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de amenazar con el infierno.