Franco y la Iglesia Católica
José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Separata de la obra “El legado de Franco”
- Verdadera posición de la Jerarquía en medio de la agitación político-eclesial de los años sesenta y setenta
Dicho queda que, si las salpicaduras del oleaje tocaban a Franco, el ataque de un sector de la Iglesia iba, ante todo, contra la Iglesia jerárquica y contra la mayoría de los fieles.
Entre «iglesias» enfrentadas e inconciliables Franco no tenía por qué cambiar a gusto de unas u otras.
Franco se atuvo a las orientaciones de la Iglesia jerárquica. Primeramente, en sus mensajes de fin de año (1964 y 1965) elogió la obra del Concilio y de Pablo VI como una «inteligente y oportuna puesta al día», fruto de «la divina inspiración, origen de la eterna lozanía de la Iglesia». Luego asumió en la legislación las renovaciones correspondientes a las enseñanzas del Concilio. Ya hemos expuesto lo referente a la Libertad Religiosa: Franco la incorpora a las Leyes Fundamentales, sin reservas y sin aprovechar la ocasión para subrayar que él se había anticipado a suscitar la cuestión cuando repercutía en el bienestar económico de España, y había desistido por fidelidad a la Iglesia. Reguló legalmente la huelga.
En 1968 Pablo VI propuso que el Estado renunciase a su derecho en la presentación de Obispos. Franco accedió a que el asunto se tratase en el marco de una revisión general del Concordato. La Santa Sede convino en iniciarla. El Gobierno estaba abierto a reformas profundas. La Santa Sede prefería dejar el Concordato sustancialmente como estaba, con leves retoques, pues era «Concordato de amistad»; lo que estimaba urgente era obtener el cese del privilegio de presentación a cambio de la renuncia a algunos privilegios por parte de la Iglesia. Consultado el Episcopado, éste no logró ofrecer una propuesta aprovechable: pasó de ofrecer la renuncia a tres privilegios en 1968 a uno solo (el del fuero) en 1973, conservando la ayuda económica y los privilegios equivalentes a derechos en la Enseñanza. Un número creciente de nuevos Obispos presiona para sustituir el Concordato. Los grupos radicales montan en los periódicos maniobras ruidosas y desinformadas para romper la negociación e impedir cualquier Concordato. En 1973 y 1974 la Santa Sede y el Gobierno negocian protegiéndose contra las filtraciones de secretos en los órganos colegiados del Episcopado. Cuando murió Franco (1975), el Concordato de 1953 seguía en vigor, pues su revisión no había llegado a término.
Ni antes ni después del Concilio la Iglesia podía decir nada, en principio, contra la legitimidad de la línea política o estructura del Régimen de Franco. Ninguna de las disposiciones de éste se oponía a las normas cristianas: no se daba ningún «contrafuero» por razón de la confesionalidad. Otra cosa eran las preferencias o las opiniones en torno al acierto práctico en el campo de lo opinable.
En vísperas del Concilio, el papa Juan XXIII -que había acogido con agrado los procesos de canonización de mártires de la guerra de la Provincia Tarraconense- envió una bendición especialísima a Franco mediante un Cardenal de la Curia Romana, mensajero de su gran estima y cariño; y exaltó la «unidad católica» de España. De la misma unidad católica habla Pablo VI, durante el Concilio, como de «un bien ahora poseído» que «el Estado debe cuidar». Los Obispos de España prosiguen en la estima de la persona y de la obra de Franco. Todavía al final del período, en 1972, el llamado «Cardenal del cambio» dirá en una comunicación al Gobierno: «La guerra fue una Cruzada, nunca he dudado de ello». Y al morir Franco (1975) publicará en su Boletín Diocesano, en coincidencia con los demás Obispos, un elogio del amor a Dios y a España en Franco, «a quien sinceramente queríamos y admirábamos«.