marcelino menendez
Marcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941

CUANDO NO SEPONIA EL SOL EN LAS TIERRAS DE ESPAÑA

1.- España se hizo una

  1. La fuerte mano de una Reina
  2. a) Los Reyes «Católicos»

Hoy, con la misma verdad que en tiempos del buen Cura de los Palacios, repite la voz unánime de la Historia y afirma el sentir común de nuestro pueblo, que en tiempos de los Reyes Católicos «fue en España la mayor empinación, triunfo e honra e prosperidad que nunca España tuvo». Porque si es cierto que los términos de nuestra dominación fueron inmensamente mayores en tiempos del Emperador y de su hijo, y mayor también el peso de nuestra espada y de nuestra política en la balanza de los destinos del mundo, toda aquella grandeza, que por su misma desproporción con nuestros recursos materiales tenía que ser efímera, venía preparada, en lo que tuvo de sólida y positiva, por la obra más modesta y más peculiarmente española de aquellos gloriosos monarcas, a quienes nuestra nacionalidad debe su constitución  definitiva, y el molde y forma en que se desarrolló su actividad en todos los órdenes de la vida durante el siglo más memorable de su Historia. Lo que de la Edad Media destruyeron ellos, destruido quedó para siempre: las instituciones que ellos plantearon o reformaron, han permanecido en pie hasta los albores de nuestro siglo; muchas de ellas no han sucumbido por consunción, sino de muerte violenta; y aun nos acontece volver los ojos a alguna de ellas cuando queremos buscar en lo pasado algún género de consuelo para lo presente.

Aquella manera de tutela más bien que de dictadura, que el genio político providencialmente suele ejercer en las sociedades anárquicas y desorganizadas, pocas veces se ha presentado en la Historia con tanta majestad y tan fiero aparato de justicia.

«Recebistes de mano del muy alto Dios»-decía a los Reyes el Dr. Francisco Ortiz; en 1492, en el más elocuente de sus Cinco Tratados-«el ceptro real en tiempos tan turbados, cuando con peligrosas tempestades toda España se subvertía, cuando más el ardor de las guerras civiles era encendido, cuando ya los derechos de la república acostados iban en total perdición. No había ya lugar su reparo. No había quien sin peligro de su vida, sus propios bienes e sin miedo poseyese; todos estaban los estados en aflicción, e con justo temor en las cibdades recogidos; los escondrijos de los campos con ladronicios manaban sangre. No se acecalaban las armas de los nuestros para la defensa de los límites cristianos, más para  que las entrañas de nuestra patria nuestro cruel fierro penetrase. El enemigo doméstico sediento bebía la sangre de sus cibdadanos; el mayor en fuerza e más ingenioso para engañar, era ya más temido e alabado entre los nuestros; y así estaban todas las cosas fuera del traste de la justicia, confusas e sin alguna tranquilidad turbadas. E allende daquesto, la lei e medida de  las contrataciones de los reinos que es la pecunia… con infinitos engaños cada día recebía nuevas formas e valor diverso en su materia segund la cobdicia del más cobdícioso, habiendo todos igual facultad para la cuñar e desfacer en total perdición de la república. Pues ¿a quién eran seguros los caminos públicos? A pocos por cierto: de los arados se llevaban sin defensa las yuntas de los bueyes; las cibdades e villas por los mayores ocupadas, ¿quién las podrá contar? Ya la majestad venerable de las leyes había cubierto su faz; ya la fe del reino era caída…»