Rvdo. P. José María Alba Cereceda, S.I.
Meridiano Católico Nº 219, julio-agosto de 1997
Al concebir esta meditación sobre la Sagrada Comunión le pedía al Señor que tuviera el fruto en vuestras almas de una preparación más amorosa, más recogida, más de niño, y a la par una acción de gracias más prolongada, tanto cuanto duran las especies sacramentales en nuestro interior, aproximadamente de diez minutos a un cuarto de hora. Y que una y otra cosa lo hiciéramos en unión con la Virgen Santísima.
En el Paraíso terrenal plantó el Señor Dios el árbol de la Vida. Con su alimento Adán y su descendencia seria inmortal. En el Paraíso de la Iglesia, plantó el Señor el árbol de su cruz desde la que brotó la vida que se comunica en don de inmortalidad y resurrección a todos los hijos de la Iglesia que coman de él. Ése es el misterio de la Sagrada Eucaristía. En la que comunión se recibe la misma vida sobrenatural que es Jesucristo, nos envolvemos en el misterio de la Pasión y de la Cruz del Cristo, con la que Él nos conquistó la Vida que nos reparte en el sacramento. Pero no se nos da la vida sobrenatural que es Cristo, sino que se nos da con una abundancia si límites. Una sola comunión podría santificarnos y transformar nuestra existencia haciéndonos dioses como nos enseñó nuestro Señor. El mismo Señor que nos dijo que “al que coma mi carne y beba mi sangre yo le resucitaré en el último día.” Todas esas maravillas en cada una de nuestras comuniones: Vida, Pasión, Gracia, Resurrección.
El mismo Jesucristo, como médico divino cura el desorden de nuestra concupiscencia aplaca nuestras pasiones desordenadas y nos arranca con su amor misericordioso las afecciones desordenadas que nos impiden volar libres hacia Él, que lo dejó todo por mí. El mismo Jesucristo, como maestro me enseña cómo debo trabajar para imitarle a Él, como debo abandonarme a sus enseñanzas que son la verdadera sabiduría, en lugar de dejarme llevar de las máximas mundanas y de las vanas sabidurías de la tierra. El mismo Jesucristo Perdonador, me enseña en lo oculto de sus palabras dirigidas a mi corazón, cómo debo perdonar siempre, con un perdón sin rencor, a lo Jesucristo, a lo que pide su Sagrado Corazón para los que han de ser sus amigos. El mismo Jesucristo que guardó para Sí, el oficio de Consolador después de su ascensión los cielos, es el que consuela mi alma atribulada y dudosa por causa de los pecados propios, de las ingratitudes y de las desilusiones, de los fracasos y de las pruebas. Es entonces consuelo que da nueva felicidad a una vida lanzada en su seguimiento, con alegría permanente y la búsqueda de dar consuelo a Dios y reparar la indiferencia de los hombres, sin mirarme a mí mismo, a quien ya se encarga de consolar Jesús Eucaristía.
Qué gran victoria la de Satanás que estropea con prisas y con superficialidades la plenitud en mi alma de todas estas grandezas. Pidamos a la Virgen Santísima que nos haga correr tras estos olores del cielo, como los niños que desean caer en los brazos de su padre. Recogimiento y acción de gracias en silencio. Oirás sus palabras: “Ora, adórame, sígueme”. Yo te haré mío.”