240px-South_America_(orthographic_projection).svgP. Juan Terradas Soler C. P. C. R.

 

Arzobispado de Salta

República Argentina

Salta, 14 de enero de 1961

 

Rdo. P. Juan Terradas Soler

Madrid

 

Mi muy estimado Padre:

Leí con verdadero interés su libro Una epopeya misionera- La conquista y la colonización de América vistas desde Roma.

Lo primero que he de decirle es que su apreciación es oportunísima, pues no sólo nosotros, sino todo el mundo está viviendo esta angustiosa “hora de América” que provoca la actividad comunista. Para plantearse el problema del comunismo en América es necesario conocer a América, lo cual no es nada fácil.

Esta América que, según Caturelli, se devora al hombre, vive en un injusto desconocimiento u olvido aun de parte de muchos españoles. Tienen éstos en su descargo la nobleza cristiana que da y se olvida de lo dado. De cualquier modo, el problema americano se ha reducido a términos inverosímilmente elementales, lo cual es todavía poco cuando se piensa en la mentira con que frecuentemente se lo expresa. ¡Cómo duele pensar que la causa de esta permanente mentira son los rencores y los odios de carácter religioso que desde hace tres o cuatro siglos aún no se han depuesto! (L. Bertrand).

Todo ello explica que la polémica de España, y por lo tanto de América, no puede abordársela sino en el campo religioso. Pareciera que en nuestra historia todo es teológico. Lo es ciertamente, porque nada escapa al providencialismo, pero lo es también en sus detalles y por una mayor evidencia de la intervención divina. El descubrimiento y la colonización de nuestro continente por España es empresa misionera, sólo comparable a la cumplida por los Apóstoles. Significativo es el caso de Vicente Sierra, que proponiéndose escribir la historia del comercio en las colonias españolas, como en todos los casos bajo un problema económico descubriera otra más hondo de orden religioso, abandonado su primer plan, escribió su magnífico libro El sentido misional de la conquista española en América, que usted cita en su biografía. Pero ¿es que es posible estudiar cualquier otro aspecto de la epopeya española sin entrar inmediatamente en el campo teológico? Claro que Sierra, sobre ser un erudito, es un espíritu sincero. Pero ¿es que se podría estudiar cualquier otro aspecto de la epopeya española sin descubrir, en primer término, su sentido teológico?

En la valoración de este sentido teológico es imprescindible el juicio de Roma. Lo teníamos, disperso y fraccionado, en mil documentos, no siempre, bien interpretados y a veces usados en contra de la causa que tan claramente defienden. El presentarlos sistematizados, desde Alejandro VI a Juan XXIII, es el segundo mérito de su libro. Presiento el gozo de muchos, la sorpresa de otros y la reacción de algunos empecinados en disminuir la obra de España. Vuelvo a Bertrand: “Este innoble empecinamiento tiene su principal causa en los rencores y los odios de carácter religioso que desde hace tres o cuatro siglos aún no se han depuesto”. ¿Se depondrán ahora, con tanta y tan terminante documentación pontificia?

Place especialmente el concepto de estirpe repetido por Pío XII. Somos con la Madre Patria algo más que un conjunto de naciones, somos una estirpe, brote entrañable con vida tan propia como común a todos los pueblos americanos. Es noble este concepto de estirpe en las realizaciones históricas. Ya en 1942, con ocasión de nuestro primer Congreso de la Hispanidad, lo interpretamos con todo el sentido humano y cristiano que tiene para nosotros. Decíamos entonces, comentando el empadronamiento de María y de José en Belén, la ciudad de su estirpe, que, como ellos, en estos días de conmoción y en que después del doloroso parto anunciado, nacerá el mundo mejor que todos ansiamos, para situarnos en la realidad de América, es preciso que vayamos a la ciudad de nuestra estirpe, es decir, al inmenso y maternal regazo de España.

Finalmente, he de decirle que ensanchó mi alma la transcripción que usted hace en el mismo limen de su libro de la ardiente exclamación de Santa Teresa tomada del libro de su vida. ¡Quisiera que este mi fugaz testimonio disminuyera en algo la deuda que tengo contraída con la Santa!

 

Muy atentamente,

 

ROBERTO J. TAVELLA

Arzobispo de Salta