José Guerra Campos
Obispo de Cuenca
Separata del “Boletín Oficial del Obispado de Cuenca”
septiembre de 1974
VIII
Por todo lo dicho se puede afirmar que las declaraciones de la Iglesia en relación con el Jefe del Estado Español, antes evocadas, no valen únicamente como un hecho del pasado, sin duda incancelable, pero relativo a unas circunstancias superadas; están implicados unos valores permanentes, que hay que promover ahora y en el futuro, cualesquiera que sean las circunstancias y las modalidades de aplicación. El servicio a esos valores es algo que se debe esperar de todo gobernante y de toda forma de gobernar en nuestra Patria.
Por estar en juego valores en los que se hallan comprometidos la misión de la Iglesia y los bienes que de ella derivan para la sociedad, y no simpes cuestiones de método o de táctica política, no tiene aplicación aquí aquel tipo de despegue habilidoso, que podría ligarse con la virtud de la prudencia, por el que, a través de una suave amortización del pasado, se da paso a las innovaciones. De ahí que los que piensan con criterio de Iglesia no accederán dignamente a dejarse influir por los que sugieren (a veces con una pizca de sutil chantaje) actitudes como las siguientes:
- a) La más rastrera -baste citarla, y no puede hacerse sin rubor- de quienes administran sus manifestaciones y sus inhibiciones según los cálculos del medro personal, cuy.as probabilidades se agotan naturalmente en unas situaciones, para recomenzar en otras.
- b) La de quienes, por el bien de la causa, preferirían el silencio sobre la conducta de la Iglesia en tiempo de Franco, para intentar así el olvido y evitar en el futuro exámenes y acusaciones.
Pero esa Iglesia, sometida en sus méritos y defectos al juicio de Dios, no tiene por su relación con Franco nada, que yo conozca, de que avergonzarse ante los hombres. Todo lo contrario.
- c) La de quienes, sea lo que fuere de la limpieza de la causa, desearían congraciarse con un futuro hostil, imaginado fuera de las previsiones constitucionales.
No conocemos el futuro. La continuidad de las leyes fundamentales o la fidelidad a los principios morales inscritos en ellas está en manos de los españoles. Pero en cualquier supuesta situación las autoridades tendrán que sentirse satisfechas de que la Iglesia les aplique los mismos principios de respeto y cooperación que ha mantenido en las demás situaciones. La Iglesia vendrá que proclamar las mismas exigencias del Evangelio, a las que gobernantes de otras situaciones han procurado responder con más o menos perfección. La Iglesia no podrá traicionar a Cristo por miedo a la hostilidad.
Naturalmente, no se desconoce la posibilidad de las campañas de difamación y tergiversación, las distintas formas del eficaz cuento de los «caramelos envenenados» (para los que hay creadores muy expertos, algunos por desgracia en el interior del «convento»), los coletazos de los rencores y de las fobias políticas, la súbita capacidad de arrasamiento de las cloacas reventadas, y hasta el misterio de la opacidad en la comunicación interhumana. Pero, ¿por qué hemos de anticipar lo que no sabemos si es más que futurible?, ¿o por qué su posibilidad ha de debilitar el sereno cumplimiento de la tarea actual? «A cada día le basta su afán», nos dijo el Señor. Y en situaciones así -que, después de todo, ningún cálculo es capaz de prever ni de prevenir- la Iglesia se pondrá, como en tantas ocasiones, en manos de Dios, y quiera El que sus miembros obtengan bien del mal, purificándose de sus pecados personales o dando el testimonio de padecer con Cristo «fuera de la ciudad» (Heb. 13, 12-14). En todo caso, sería pésimo arbitrio el de quien se obsesionase por asegurar crédito y simpatías en situaciones hipotéticas, incurriendo ahora en el deshonor.