jesusJosé Guerra Campos

Frente a la evidente historicidad, absolutamente innegable, de Jesús y del Cristianismo que está implantado en la Historia, en la Historia de ayer mismo (una de las historias más iluminadas de toda la gran Historia humana), tres o cuatro autores importantes han asentado la tesis de que Jesús no ha existido nunca. La tesis ha sido muy beneficiosa, porque ha mostrado el absurdo de esas posiciones incoherentes, oscilantes e intermedias y, por tanto, arbitrarias. Por ejemplo, cuando Strauss afirmaba que, partiendo de un núcleo inicial casi incógnito, a través de un siglo de idealización, de mitificación, se había llegado a fabricar esta figura que ahora tenemos de Jesús, surgieron en seguida una serie de autores en 1840, en tiempos de Marx (Bauer por ejemplo), que dijeron: ¿Por qué admitir ese germen inicial histórico de una mitificación ulterior? ¿Por qué no decir que todo fue desde el principio mitificación, construcción ideal, pensamiento? ¿Por qué hay que afirmar nada real? Luego, Jesús no existió.

Cuando al principio de este siglo, incluso en los años 20 y hasta en los 30, estaban en su esplendor las escuelas que antes señalé (tipo Renán, Harnack, Loisy, etc.), que reducen lo histórico de Jesús a nada -es decir, a un Jesús insignificante, desvalido como un fantasma, un hombre bueno, un hombre idealista, o un exaltado vulgar- entonces surgieron una serie de autores importantes que forzaron hasta el límite la postura, llevándolo a lo absurdo, pero que en su mismo absurdo demuestra lo inconsistente de estas posiciones intermedias, porque señalaron cómo ese residuo histórico, ese Jesús que no es nada, de ningún modo sirve para explicar el fenómeno del Cristianismo, que está ahí. Pero sobre todo en lo que más insistieron -ya lo apunté antes- fue en la imposibilidad absoluta, mucho más imposible que cualquier milagro, de que unos judíos, en el ambiente que conocemos, prácticamente contemporáneos de Jesús, procediesen en el año 40 y 50 a deificarlo.

Esta tesis de un hombre deificado les parece tan absurda y tan impensable (y lo es), que autores como Robertson, Drews, y sobre todo el francés Couchoud , cerca del año 30 de nuestro siglo, invirtieron las tornas y dijeron al revés: Jesús no fue un hombre que luego quedó deificado. ¡Eso es imposible! Jesús fue siempre un Dios, en el sentido de que no existió nunca, fue siempre una idea, como Júpiter, una idea, un Dios pensado, un Dios ideado, y más tarde se le atribuyeron rasgos humanos. ¡Pero es que esto es absurdo, esto va contra todos los testimonios! Evidente, ellos lo reconocen. Pero, como es mucho más absurdo lo contrario, preferimos esta exposición.

Es decir, que la coherencia crítica, o lo que es lo mismo, el respeto a los datos, empuja a los dos polos de la alternativa: o admitimos en su unidad, en su totalidad, el contenido substancial de los testimonios sobre Jesús y, por tanto, la Resurrección, o prescindimos de todo. Lo que es insostenible es el «Jesús a medias», es decir, esta tentación que sestea también un poco entre nosotros, en ciertos autores, de prescindir del Jesús Dios, del Jesús resucitado, del Jesús que nos eleva a una vida más alta, etc., para exaltar -eso sí, con gran simpatía- el hombre extraordinario, el Jesús bueno, el Jesús ejemplar. Es absolutamente inconcebible, porque es una creación arbitraria.

Es mucho más creíble Jesús-Dios que ese Jesús-hombre. Si nos quedamos con ese Jesús-hombre, pierde todo su interés. Entonces, yo mismo que estoy hablando, prefiero a Sócrates, y lo que dice Platón en el Fedón, acerca del diálogo de Sócrates con sus discípulos antes de beber la cicuta. El Jesús-hombre, como no es el que está en los datos históricos, porque es un hombre sin esa trascendencia misteriosa, sin la cual pierde sentido, el Jesús-hombre es una construcción arbitraria y, por tanto, sería mucho más lógico eliminarlo. Por eso, algún gran autor protestante de nuestros días, por ejemplo Boegner y otros, sostienen, no sin razón, que los que siguen esta línea de Bultmann, es decir, por una parte, quieren ser fieles a la Palabra de Cristo y, por otra parte, desposeen esa Palabra de todo contenido, de toda referencia a una realidad, se verán pronto en la alternativa: o de convertirse al Catolicismo -o sea, de afirmar la realidad de Cristo- o de sumergirse en la incredulidad.

Termino con dos observaciones: una, el equívoco que se manifiesta continuamente en centenares de libros que andan por ahí (y en centenares de personas que se dedican a acciones catequétícas y a hablar en reuniones apostólicas, inspirados en Bultmann), con la inmensa desventaja de que es un equívoco, como tal, intolerable. Cuando una cosa es clara hay que presentarla como clara y, cuando una cosa es oscura, hay que acotar la oscuridad. Pero fomentar el equívoco jamás se justifica. Y digo que con el agravante de que se presenta con suficiencia, mirando por encima del hombro, y haciendo un daño innecesario: se repite muchísimo que como la Resurrección es un misterio revelado, pertenece al orden de la fe, es algo prehistórico. Insistir demasiado en su facticidad, en su historicidad, en los testimonios, en que es un hecho tangible, hasta cierto punto más bien es rebajarlo y, por tanto, vamos a decir que lo importante no es la Resurrección, sino la fe en la Resurrección. Lo que vale es la fe, y además es lo único que sabemos: lo que vale es la fe de las primeras comunidades.

Esto se dice en decenas y decenas de alocuciones y de escritos, en toda clase de colegios, reuniones apostólicas, en España y fuera de España, y se dice con suficiencia. Dice cualquier persona por ahí: «Lo crucial es la fe de las primeras comunidades, no la Resurrección». Creen que están expresando la última palabra de la ciencia, pero como es una ambigüedad evidente, tenemos que acotar.

Es evidente que en el caso de la Resurrección de Cristo hay mucho más que un hecho histórico comprobado, más que la simple reanimación de un cadáver, un Lázaro que vuelve a la vida, a la misma vida de antes, a la vida mortal por un tiempo breve. La Resurrección de Cristo es única, porque inaugura un nuevo modo de vida, una transfiguración radical del modo de ser de este cuerpo, no sujeto a los límites del tiempo y del espacio, y ese modo nuevo no es normalmente asequible a la experiencia histórica, ese modo nuevo es precisamente el objeto de la fe. Por tanto, una cosa es el hecho comprobable, el Cristo revivido, y otra cosa su significación profunda, que solamente se conoce por la fe.