Llega una hora en que no se puede vivir de memoria. Hay que tener datos precisos y exactos. Por esto en momentos cruciales en que presagios siniestros nos aturden, es algo bueno someterse a un chequeo. Y los análisis, las radiografías, las auscultaciones y las más científicas comprobaciones nos detectan la realidad de nuestro organismo.
También hay que «chequearse» moralmente. Muchos, bautizados, jamás han comprobado la salud de su vida cristiana. Jamás han parado mientes a su realidad interior. Y así como es peligroso y mortal ocultar una angina de pecho desconocida que puede dar un susto definitivo, también lo es navegar con el alma entenebrecida, sin verdadera fe, sin auténtica esperanza, sin divina caridad. Porque las virtudes del cristiano son éstas: FE, ESPERANZA Y CARIDAD. Sobre ellas debe versar nuestro chequeo, que puede ser autorrealizado si lo efectuamos sin hipocresía. Empecemos.
Fe
¿Tengo fe? La fe es aceptar todo lo que está revelado en la Sagrada Escritura, en la Biblia, en el depósito de la Tradición divina. Dice San Pablo: «TODA ESCRITURA ES DIVINAMENTE INSPIRADA Y ÚTIL PARA ENSEÑAR, PARA ARGÜIR, PARA CORREGIR, PARA EDUCAR EN LA JUSTICIA, A FIN DE QUE EL HOMBRE DE DIOS SEA PERFECTO Y CONSUMADO EN TODA OBRA BUENA» (2 Tim. 3, 16-17).
El que tiene fe es amigo de Dios. Y, por tanto, habla con Él, o sea, ora. Hay una familiaridad con el pensamiento y el querer divino. El alma queda oxigenada, respira el aire de Dios. ¿Creo en las verdades de la fe? ¿Hablo con Dios en la oración?
El que tiene fe no soporta una conciencia sucia. Y ensucia la conciencia todo lo que quebranta la Ley de Dios. Nos ensuciamos con el orgullo, con la ambición, con la lujuria, con la ira, con la envidia, con la gula, con la pereza. Es orgullo prescindir y enfrentarse con Dios, aunque sea solo prácticamente. Es ambición robar y defraudar. Es lujuria el adulterio, la masturbación, el aborto, la pornografía. Es ira el rencor, la venganza. Son envidia los celos, los falsos informes, las zancadillas. Es gula emborracharse, comer alimentos perjudiciales, el abuso del tabaco. Es pereza el incumplimiento del deber profesional, el abandono de las necesidades familiares, el no estudiar las asignaturas debidas en una carrera universitaria, el perder el tiempo y dinero en salas de juego, bingos y otras «industrias» similares.
El que tiene fe, cuando ha caído no se resigna; Se levanta. ¿Cómo? Lo dice Jesucristo: «RECIBID AL ESPÍRITU SANTO; A QUIEN PERDONAREIS LOS PECADOS, LE SERÁN PERDONADOS; A QUIENES SE LOS RETUVIEREIS, LES SERÁN RETENIDOS» (Jn. 20, 22-23). El que tiene fe, se confiesa con sinceridad, sin embustes, con dolor, con propósito, personalmente. El que no se confiesa, o no tiene fe, o está en peligro de perderla.
El que tiene fe busca a Jesucristo y lo encuentra en la Eucaristía; Lo dice Jesús: «EN VERDAD EN VERDAD OS DIGO QUE, SI NO COMÉIS LA CARNE DEL HIJO DEL HOMBRE Y NO BEBÉIS SU SANGRE, NO TENDRÉIS VIDA EN VOSOTROS. EL QUE COME MI CARNE Y BEBE MI SANGRE TIENE LA VIDA ETERNA Y YO LO RESUCITARÉ EL ÚLTIMO DÍA» (Jn. 6, 52-54). El que tiene fe comulga con frecuencia y bien. Piensa en la gran dignidad que significa la comunión, o sea, realmente pegarse y estar unido a Jesucristo. Comulga concentrándose en el gran misterio que se realiza en tal acto. Comulga hablando íntimamente con Jesucristo.
El primer dato de tu chequeo ha de ser cómo andas de fe, o sea, de certeza en lo que Dios nos enseña, en oración cordial y entera, en aborrecimiento de todo vicio y pecado, en confesión bien hecha y de verdad, en amor a la Eucaristía, asistiendo a la Santa Misa y comulgando con verdadero fervor. Repasa cómo andas de fe.
Esperanza
Cuando la barca está sólidamente anclada, aunque la agite la tempestad, no irá a la deriva. El cristiano está apoyado en la certeza de que Dios le ama y de que nunca le faltarán los medios necesarios para su salvación. El cristiano sabe que los males que sufre son permitidos por el Señor para su propio bien, aunque aparentemente no lo parezcan. Dice San Pablo: «SÉ A QUIÉN ME HE CONFIADO» (2 Tim. 1, 12). Y también: «SI DIOS ESTA POR NOSOTROS, ¿QUIEN CONTRA NOSOTROS?» (Rom. 8, 31). La esperanza supone la alegría de saber que contamos con Dios. Por esto es pecado la desesperación, el suicidio, la droga, todo lo que supone innecesariamente perjudicar la salud y acortar la vida. Jamás se justifica la pérdida de la esperanza, la angustia del absurdo. La esperanza significa haber encontrado la razón de nuestra existencia. Ni somos hijos del azar, ni el discurrir del tiempo carece de sentido. La esperanza nos hace servir la libertad en el único menester en que se justifica: utilizarla para nuestra perfección. Por esto la esperanza no es pereza, ni resignación absurda ante males e injusticias superables, ni mucho menos abusar de la misericordia de Dios temerariamente.
En nuestro chequeo hemos de examinar el temple y clima de nuestro interior. ¿Tenemos paz? O, ¿nos dejamos abrumar de pesimismos negros, de alucinaciones irracionales, de temores inútiles? O, ¿somos inconscientemente ilusionistas, utópicos, irreales que pensamos que la gracia de Dios puede actuar cerrando nuestra voluntad en la pereza? La esperanza es virtud sobrenatural que se apoya en Dios y enaltece nuestra libertad ungida con el gozo de saber que Dios nos ama.
Caridad
La caridad no es dar una moneda, ni un billete solamente. A veces con dinero se practica la caridad. Pero la caridad es la más honda de todas las virtudes y la que las explica todas, porque la caridad es amor a Dios y al prójimo. ¿Cómo sabemos que tenemos caridad? Nos referimos a la caridad que es oro de ley, no a la caridad-comedia, no a la caridad-hipocresía, no a la caridad-apariencia. La verdadera caridad supone vivir en gracia de Dios. O sea, con la conciencia limpia de todo pecado mortal. Nos dice San Pablo: «GUARDAOS DE ENTRISTECER AL ESPÍRITU: SANTO DE DIOS, EN EL CUAL HABÉIS SIDO SELLADOS PARA EL DÍA DE LA REDENCIÓN» (Ef 4, 30). Y este «Sello» es el fruto del Sacrificio de Cristo, o sea, ordenar nuestra vida en el crecimiento de la vida divina recibida en nuestro bautismo. Desde nuestro bautismo Dios estableció su morada en nuestro interior. Pero esta inhabitación de Dios queda inutilizada cuando voluntariamente nos amarramos y esclavizamos en el pecado. ¡Qué hermosa la vida de la gracia, o sea, de la verdadera caridad! Entonces, en cualquier clima y estado amamos a Dios y nos santificamos. Se santificaron Tomás de Aquino, Antonio Gaudí, Alexis Carrel, Contardo Ferrini, en sus especialidades intelectuales y artísticas. También se santificaron Martín de Parres, María Goretti, Pascual Bailón, Mateo Talbot, en sus menesteres sencillos e insignificantes. No es difícil ser santo, está al alcance de todos porque supone solamente vivir en gracia de Dios las 24 horas del día.
La caridad nos predispone a mirar en el prójimo la imagen de Jesús. Están prohibidas para el cristiano las antipatías, los odios, las maledicencias, la dureza para ayudarle. El Señor nos juzgará por las obras de misericordia, que tendrán valor divino si se han ejercitado en gracia santificante. Es tan fuerte la obligación de amar al prójimo que Jesús en la última Cena nos dijo: «UN PRECEPTO NUEVO OS DOY; QUE OS AMÉIS LOS UNOS A LOS OTROS; COMO YO OS HE AMADO, ASÍ TAMBIEN AMAOS MUTUAMENTE» (Jn 13, 34). Aquí está la clave de todo el cristianismo, en el verdadero amor, que florece en donde hay fe y esperanza. Y la caridad es el fruto que perdurará eternamente.
En tu chequeo, profundiza si tienes verdadera caridad. No la caridad de la novelería, no la caridad peliculera, no la caridad de la fantasía, no la caridad sensiblera que imagina que se expresa con besuqueos y abrazos. La verdadera caridad es la gracia santificante y conoce los heroísmos de un San Vicente de Paúl, de un San Camilo de Lelis, de un San José Benito Cottolengo, que sin teatralidades y con sacrificios tremendos practicaron el amor verdadero a Dios y al prójimo.
La consagración a la Virgen María
No ha habido criatura alguna que haya vivido más intensamente la FE, la ESPERANZA y la CARIDAD que la Virgen María. ¿Te has enterado de quién es la Virgen? Te lo dice Jesucristo: «JESÚS VIENDO A SU MADRE Y AL DISCÍPULO QUE ÉL AMABA, QUE ESTABA ALLÍ, DIJO A LA MADRE: MUJER, HE AHÍ A TU, HIJO. LUEGO DIJO AL DISCÍPULO: HE AHÍ A TU MADRE» (Jn 19, 26-27). La devoción a la Virgen María no es algo accidental. Es el camino seguro para llegar a Jesús. En tu chequeo no olvides este aspecto y tómate en serio este registrarte interiormente, porque quizá de este chequeo practicado honradamente depende tu salvación eterna.
«JAMÁS LEÍ QUE ALGÚN SANTO NO FUESE ESPECIALMENTE DEVOTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN», dice San Buenaventura. Y una devoción sencilla pero muy eficaz es el rezo diario, cada mañana y cada noche, de las TRES AVEMARÍAS. ¿Las rezas?
